miércoles, 2 de abril de 2008

martes, 1 de abril de 2008

Una luz apareció…

Los católicos de esta área de los Estados Unidos y, representados por nosotros, todos los Católicos del continente Americano, nos aprestamos a recibir la visita, el próximo mes de abril, del Papa Benedicto XVI.

En la persona del Papa, los católicos no recibimos únicamente a un jefe de Estado, tampoco y muchísimo menos recibimos en él solamente a un gran escritor o personaje famoso. Los católicos recibimos al Papa con enorme gratitud y nos alegramos con su visita y presencia física entre nosotros porque él es, ante todo, el sucesor de Pedro, el primero de los apóstoles en la Iglesia y el que nos ha de confirmar siempre en la verdad y en la unidad. Es decir, que los católicos entendemos esta visita del Papa a nuestras iglesias particulares como una visita que debe fortalece nuestra fe y alentar nuestra esperanza.

Gran parte del mundo católico actual conoció, por su larga trayectoria en el pontificado, a Juan Pablo II. Se le conoció en sus comienzos y en el ocaso de su misión, en sus momentos de fuerza y en su debilidad. A Juan Pablo II se le vió, se le escuchó, se le siguió, se le amó aunque no siempre se le acató. Benedicto XVI es otro hombre, y – según los antiguos - “el estilo es el hombre”. El Papa actual, el que nos visitará, es un sacerdote alemán, un intelectual, un reconocido pensador de nuestro tiempo y sus circunstancias desde la teología cristiana, gran académico, catedrático y prolífico escritor.

Y Benedicto XVI nos visita en un espacio tiempo condicionado y caracterizado por circunstancias difíciles no sólo para el acontecer de los Estados Unidos sino para la historia del entero Continente Americano y del Mundo.

En efecto, al interior de la Nación, hoy vivimos un preocupante y evidente momento de “recesión” o “desaceleración” de la economía (la terminología y los tecnicismos finalmente dan los mismo cuando tocan los bolsillos y las necesidades de los más pobres) con todo lo que ello significa: menos posibilidades laborales y, con ello, menos oportunidades de acceso al bienestar personal y social, vale decir, a una educación más cualificada, a vivienda, una mejor atención en asuntos de salud, etc…. Momento económico difícil que, por lo demás, revela de manera grave y escandalosa las enormes brechas y desigualdades que se dan al interior de la sociedad norteamericana en la que unos pocos tienen en demasía mientras millones sobreviven en una situación injusta para quienes habitan en la primera potencia del mundo e indigna, por inhumana, para los hijos de Dios.

Nos encontramos inmersos en una contienda electoral por la presidencia de la Nación. Nación en la que social y gubernalmente están en juego y son temas relevantes e inaplazables algunos tan delicados y polémicos como el de la guerra y la paz, el derecho de los no nacidos, los derechos civiles, la política externa de los Estados Unidos, la moral sexual pública, la reforma migratoria en búsqueda de derechos ciudadanos para quienes engrandecen con su trabajo, sudor, renuncias y sacrificios la economía del país y luego, en pago, son abusados, explotados, maltratados y perseguidos. Tratamiento a inmigrantes que riñe con la presentación que hace Estados Unidos ante el mundo como puerto y oasis de libertad, de democracia y de respeto por los derechos civiles y la dignidad del ser humano.

Nos encontramos, como si todo lo anterior no bastase, inmersos en conflictos bélicos en distintos puntos del planeta, especialmente en Irak. Con perdidas de vida inocentes, injustos e injustificados gastos en armamento, destrucción de lo que otrora fuera tierra del Antiguo Testamento y enorme retroceso en el progreso y desarrollo de la milenaria tarea humanizadora y civilizadora de la especie humana.

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Al interior de la iglesia Católica que peregrina en esta Nación la crisis social no es un hecho ajeno. Nos acompañan, aun frescas, las heridas causadas por los recientes escándalos de abuso sexual en los que se vio involucrado un gran número de ministros ordenados, así como una cada vez más preocupante merma en las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa y el permanente desafío de construir, en medio de tanta diversidad nacional e inmigrante, la “catolicidad” y el “ecumenismo”, es decir: la unidad universal enriquecida, precisamente, por esa misma diversidad étnica, social y cultural. Diversidad que tiene rostros concretos: los de más de 46 millones de hombres y mujeres de origen hispano habitantes en esta Nación (la inmensa mayoría de ellos con raíces e identidad católica) sin contar con los números crecientes de la inmigración que procede de Europa, Asia y África. Todo lo cual constituye actualmente a los inmigrantes en más de la cuarta parte de la población de los Estados Unidos.

Estas y otras circunstancias cambiantes y problemáticas son nuestro actual contexto político, económico, social, cultural y eclesial. Estas circunstancias se constituyen en nuestro desafío presente, en nuestra responsabilidad histórica.

Benedicto XVI tiene frente a esta realidad su propio desafío pues los hombres y mujeres de buena voluntad, católicos o no, que peregrinamos en esta Nación, condicionados por estas y otras circunstancias, le aguardamos con el anhelo de que con su mensaje, a la luz del Evangelio, cumpla con aquel oráculo del profeta Isaías: “El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz y a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les brilló”. De tal manera que la experiencia religiosa y cristiana, vivida en el seno de la Iglesia católica, sea cada vez más una experiencia de vida posible, amable, creíble, esperanzadora, salvadora.