domingo, 22 de marzo de 2009

Para que entre el aire fresco del Evangelio…

Este año recordamos el 50 Aniversario de la sorprendente convocatoria que hiciera el Papa Juan XXIII para la celebración de un Concilio Ecuménico en la Iglesia Católica que tomó el título de “Vaticano II”. Son solamente algo más de veinte los Concilios que a lo largo de sus ya veinte siglos de existencia ha celebrado la Iglesia Católica. El último, el Concilio Ecuménico Vaticano II, fue convocado con la intención clara de motivar una “puesta al día” (aggiornamento) de la Iglesia en el Mundo, con la consecuente tarea renovadora que tal propósito exigió en el ser, quehacer y misión de la Iglesia. Es decir, en el estilo de vida de todos los miembros del Pueblo de Dios (jerarquía y laicado), en la liturgia y en la tarea pastoral y evangelizadora de la Iglesia en el mundo.

Propósito que implicó un examen de conciencia serio y profundo respecto de la fidelidad y la indefectibilidad de la Iglesia al Evangelio de su Fundador, un arrepentimiento sincero frente a errores pasados y el abandono de viejas prácticas y modelos más acordes con “sociedades perfectas” del mundo que con la Comunidad de los creyentes en Cristo, además de un deseo sincero de conversión y renovación espiritual y material por parte de todo el Pueblo de Dios que peregrina por todos los rincones del orbe y a nivel de todas las estructuras que componen la Institución eclesial católica en el mundo.

No ignoramos que durante veinte siglos de historia y de tránsito de la Institución de la Católica en el mundo ha estado expuesta a la contaminación que supone servir más a las filosofías o ideologías que al evangelio de Jesús de Nazaret, más al dinero que a Dios, más al Antiguo que al Nuevo Testamento, más al Derecho Canónico que a los principios del Evangelio y más al poder y la pompa del mundo que a los más pobres a quienes su servicio ha de estar particularmente y privilegiadamente destinado. Por lo que el Concilio Vaticano II representó, en su momento, una oportunidad única para que la Iglesia se adecuase a los nuevos tiempos, a las nuevas urgencias, a los nuevos desafíos que el hombre y el mundo de hoy plantean a su tarea evangelizadora.

Desde el día del anuncio de su convocatoria, el 25 de enero de 1959 hasta el día de su clausura el 8 de diciembre de 1965, el Vaticano II probó ser el acto más importante de la historia de la Iglesia en sus últimos 450 años de historia. La mayoría de los Concilios anteriores provocaron divisiones y rupturas al interior de la Iglesia. Este ha sido el único Concilio que, sin provocar cismas ni graves discordias (exceptuado el minúsculo grupo de lefevristas que rechazaron las innovadoras propuestas del Concilio y, de otro lado, algunos representantes de corrientes intelectuales que buscaban mayor aceleración y radicalismo en las enseñanzas e interpretaciones doctrinales del Vaticano II) motivó y dio inicio a grandes e importantes transformaciones en el seno mismo de la Iglesia, en consonancia con los cambios del mundo contemporáneo. El Concilio Vaticano II, sin menoscabo del depósito de la fe y en continuidad histórica con el Magisterio de la Iglesia que mana de la Sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia recuperó, sin embargo, importantes temas que habían sido descuidados o relegados en siglos pasados tales como: la colegialidad de los obispos, el sacerdocio de todos los bautizados, la teología de la iglesia local y la importancia y centralidad de la Sagrada Escritura y de la Eucaristía en el ser y quehacer eclesial.

El Concilio Vaticano II se distanció del método y lenguaje dogmático de otros concilios ecuménicos como el de Trento y el Vaticano I, se abstuvo de pronunciar condenas y, teológicamente, fue el fruto de los movimientos de renovación desarrollados en el siglo XX en el campo bíblico, patrístico, de estudios medievales, en teología litúrgica y en conversaciones ecuménicas. Vaticano II es fruto, además, del encuentro y dialogo con nuevas corrientes filosóficas y científicas, del replanteamiento de las relaciones entre la Iglesia y el mundo y del nuevo rol que habrían de jugar los laicos en la tarea evangelizadora de la Iglesia.

Como a todas las realidades del mundo y de la Iglesia, los cambios y renovación propuestos por el Concilio Vaticano II tocaron también al mundo Hispano Católico en los Estados Unidos; por lo que, en 1972, los Hispanos Católicos se reúnen y convocan al Primer Encuentro Nacional de Pastoral, al que seguirán el Segundo en 1977 y el Tercer Encuentro en 1985, todos celebrados en la ciudad de Washington D.C. Fueron estos encuentros intentos muy loables de buscar la comunión, la participación y la integración del mundo de habla Hispana a la Iglesia Católica en los Estados Unidos; esfuerzos que posteriormente fueron opacados por las recriminaciones y sospechas que se dieron durante la década de los 70’s y los 80’s, además de los ulteriores escándalos sexuales del clero. Todo lo cual, repito, puso freno a los esfuerzos de cambio y renovación que buscaba el laicado Hispano Católico en el seno de la Iglesia Católica en los Estados Unidos.

El Concilio Vaticano II significó un nuevo Pentecostés en la Iglesia y, en los últimos 50 años, la Iglesia Católica ha experimentado cambios vertiginosos en el seno mismo de la comunidad creyente y en el transcurrir histórico de la humanidad pero los frutos del Concilio, tanto para la jerarquía como para el laicado son, sin lugar a dudas, una experiencia única de vitalidad y enriquecimiento en la historia del catolicismo.

El Pontificado de Benedicto XVI, lanza hoy al catolicismo a re-descubrir la vida interior y personal mediante un acercamiento a las Escrituras y a buscar mayor cercanía y diálogo con el resto de las Iglesias del mundo Cristiano; pero en esta conmemoración cincuentenaria es bueno que volvamos a preguntarnos si la Iglesia de hoy, que somos todos, sigue siendo fiel al espíritu renovador del Papa “bueno” Juan XXIII al convocar el Vaticano II. Es decir, si somos fieles a la responsabilidad que tenemos como Iglesia de responder e iluminar las urgencias del hombre y del mundo, en todo tiempo, circunstancia y lugar, con la luz del Evangelio y sin anclarnos en la seguridad y comodidad que da el pasado por conocido. Más todavía, que nos preguntemos si la Iglesia de hoy permanece con sus puertas y ventanas abiertas para que por ellas circule, en beneficio de toda la humanidad, el aire fresco y siempre nuevo del evangelio de Jesucristo.

martes, 10 de marzo de 2009

Ay de mi si no predico el Evangelio (1 Cor 9,16)

Saulo (nombre hebreo) Pablo (nombre de familia romano) son los nombres con los que conocemos al gran apóstol, y fundamento de la catolicidad. Lo poco que conocemos de Pablo de Tarso nos llega a través de dos fuentes: sus propias cartas y el libro de los Hechos de los Apóstoles. Nos es desconocida la fecha exacta de su nacimiento pero – según los más importantes teólogos paulinos como Joseph A. Fitzmyer – conviene ubicarla en la primera década después de Cristo.

Pablo nació en la Ciudad helenística de Tarso y desde su nacimiento disfrutó de la condición de ciudadano romano por lo que podemos decir que en su mente caben brillantemente las tres culturas de su momento: la semítica- judía de sus padres (hebreo, judío y fariseo), la helénica (cultura dominante) y la romana (la del imperio en el que al apóstol le correspondió vivir). Esta triple visión del mundo, esta triple dimensión cultural aparece constantemente en sus escritos y le permite al apóstol gran versatilidad para adaptarse a cada distinto auditorio y para predicar adecuadamente y pretender alcanzar a todos los hombres del mundo entonces conocido con la predicación del evangelio de Jesucristo.

Esta personalidad cosmopolita, esta versatilidad cultural en Pablo, explica sobradamente el título que honrosamente le damos de “Apóstol” de la gentilidad. Gracias a esta apertura cultural, a esta visión “globalizada” (permítaseme el término) del mundo, Pablo se constituyó en el predicador y misionero más importante de los primeros días de la Iglesia y gracias a su tarea evangelizadora podemos decir, sin lugar a dudas, que la Buena Nueva de Jesucristo salió de los recodos y caminos de la Galilea para alcanzar, hasta hoy, a todo hombre y mujer de buena voluntad que llega a este mundo, en todos los rincones de la tierra.

Qué impulsó a Pablo a esta misión a la que desde el momento de su conversión dedicó incondicionalmente el resto de sus días? Cuál fue el motor de tarea apostólica? Cuál fue su “fuerza” y su motivación?: La certeza de haber encontrado la felicidad que todo hombre y mujer busca y anhela en este mundo en el Evangelio que – en su Teología – es la persona misma de Jesucristo. Desde ese encuentro personal que tuvo con Jesús, al que perseguía, en la persona de los cristianos, relatado con la simbología propia de los textos bíblicos, Pablo se dedicó por entero a contar a otros las maravillas obradas por Cristo en El. Maravillas entendidas por Pablo como obras del Crucificado para la salvación de los hombres. Una salvación/felicidad que, según Pablo, ha de llegar y alcanzar a todos sin distingos de razas, condiciones, nacionalidades, edades, etc.

Por ello, la afirmación fundamental de la Resurrección de Jesucristo en Pablo nace de una experiencia personalísima inefable: el Crucificado cambió su vida y si transformó su vida revistiéndola de una nueva mentalidad es porque el Crucificado “Vive”!. Esta confesión de fe primordial en el “evangelio” de Pablo no nace, pues, de una tarea de tipo intelectual sino de una experiencia cotidiana avalada y reconfirmada por el testimonio de los primeros creyentes: esos primeros cristianos (hombres y mujeres mártires de las primeras horas del cristianismo) a los que el mismo Pablo perseguía vehementemente impulsado y en perfecta coherencia por el ardor de sus anteriores convicciones farisaicas.

Porque si algo es claro en la personalidad de Pablo es su autenticidad: primero vivió auténticamente como el mas fariseo de los fariseos y – desde su encuentro con Cristo – vivió auténticamente como “cristiano”.

Son muchos los aspectos de la vida de Pablo que piden ser rescatados para iluminar nuestra coyuntura histórica y eclesial actual, entre otros:

· Su visión cosmopolita del hombre y del mundo: su apertura y acogida a toda cultura y a todo hombre y mujer reconocido como hermano en Cristo en contra de la visión petrina que pretendía encerrar el evangelio en los límites del Israel de entonces y en contra, hoy, de visiones xenofóbicas, discriminatorias, divisionistas, etc., que con el disfraz de “globalizadoras” permiten el bienestar acumulado en manos de unos pocos en contra y a costa de la marginación, el empobrecimiento y la miseria de grandes mayorías.

· Su ardor misionero en la tarea de propagar el Evangelio de Jesucristo.

· Su enorme generosidad en la tarea de salvar/hacer felices a todos felices/salvos con la Buena Nueva de Jesucristo a costa de grandes sacrificios (persecuciones y cárceles sin cuento).

· Su experiencia cristiana de tipo experiencial antes que nocional.

· Su predicación y posterior reflexión teológica consignada por escrito en sus cartas que brotan de la experiencia cotidiana de saberse amado y salvado/feliz gracias a la intervención cotidiana de el Crucificado/Resucitado en su vida.

· El haber logrado establecer entre términos teológicos bíblicos vetero y neo testamentarios para designar la obra salvífica de Dios tales como salvación, redención, expiación, liberación, justificación, etc., con el anhelo fundamental de toda persona: ser feliz-en-Cristo. Porque en Pablo, la vida-en-Cristo tiene una función clara: el acontecimiento-Cristo es para hacernos felices, es decir, para salvarnos, para darnos vida eterna, vida abundante; esa que el mismo Pablo encontró camino a Damasco.

Que estas líneas nos animen a conocer más y seguir de manera más auténtica al Apóstol Pablo en la misión que todos tenemos como bautizados: vivir y predicar, con hechos y con palabras, el Evangelio de Jesucristo que es, como para Pablo, nuestro poder, nuestra fuerza, nuestra salvación, nuestra felicidad, nuestra vida eterna, la plenitud de nuestra existencia y de la historia humana.