jueves, 29 de diciembre de 2011

Año Nuevo y Desafíos para los Cristianos

Los cristianos, como el griego Heráclito, pensamos que “nadie se baña dos veces en el mismo rio”. Los creyentes en Cristo vivimos - con el estilo de vida de los peregrinos – de camino hacia la Casa del Padre, según una concepción histórica que no es cíclica ni en forma de espiral, tampoco vivimos como en un permanente devenir reiterativo, en un aburrido eterno retorno de las cosas, monótono y sin sentido, sino que concebimos la historia de manera lineal: como una serie sucesiva, ininterrumpida y no repetitiva de sucesos que nos conducen a “las mansiones eternas” (Jn 14,2)

El fin de otro año de la era cristiana es una oportunidad única para evaluar: y la evaluación reviste para el discípulo de Cristo fundamentalmente dos aspectos:


  • Una acción de gracias por la vida, por todo cuanto somos y tenemos, por lo acontecido. Una acción de gracias por todo lo bueno, por lo gozado y disfrutado y, al mismo tiempo, una acción de gracias por lo menos bueno, por lo mejorable, por todo cuanto nos causó sufrimiento y dolor porque gracias a las experiencias de mal y sus conflictos tuvimos la oportunidad de aprender, de superarnos, de luchar y de avanzar… Además de la identificación que con el Crucificado, su pasión y Kénosis, podemos hacer los discípulos en la medida en que leemos y vivimos nuestro dolor a la luz de la Cruz del Señor Jesucristo.


  • Un momento de proyección de nuestro futuro próximo, de cómo queremos vivir el año nuevo 2012 que se avecina. Proyección y planeación que para el cristiano comporta siempre la necesidad de conversión, es decir, de adecuación de nuestra vida a la vida de Cristo y a los principios, criterios y valores de su evangelio. Conversión y adecuación que no sólo implica la vida personal sino que – empezando por ella – supone también la transformación de las estructuras y de las instituciones que conforman nuestra sociedad.


Una somera mirada a nuestra realidad presente nos desafía, nos interpela. Nuestra coyuntura histórica, social y cultural reclama de – todos los que somos y hacemos Iglesia de Jesucristo – una apuesta por los criterios del Reino en contra de las realidades mundanas. Una apuesta por hacer posibles, visibles, vivibles y creíbles realidades como la justicia por la paz, la paz por el perdón, la solidaridad por la fraternidad y la vida en todas sus formas y manifestaciones en contra de una cultura materialista, consumista, individualista, egoísta e inmanentista.

Los grandes problemas individuales (el sin-sentido) y de la humanidad (la inequidad y la injusticia, la corrupción, el hambre, la violencia y las divisiones, el odio y las guerras, además del maltrato al planeta) reclaman de los creyentes en Cristo una vivencia y experiencia autentica de lo que significa ser cristiano, una experiencia religiosa más centrada en la ortopraxis que en la ortodoxia, menos pietista e individualista y más centrada en el hermano pobre (“Porque todo lo que hicisteis o dejasteis de hacer con uno de mis pequeños conmigo lo hicisteis o dejasteis de hacer” Mt 25,31), una religión menos puntual y cultual y más social y pública, menos sacramentalista o ritualista y más pastoral…

Por estos días y en todos los rincones de la tierra nos deseamos un feliz año nuevo. Y que así sea. Pero los creyentes en Cristo sabemos que no será próspero sin nuestro concurso. El Dios de Jesucristo, en el que creemos y esperamos, requiere de la tarea, el esfuerzo, el aporte, la inteligencia, la honestidad, la generosidad, el compromiso del hombre, de todos nosotros. ¡Que el 2012 sea lleno de bendiciones!



jueves, 15 de diciembre de 2011

"Os anuncio una gran alegría…"

El cristiano vive siempre en adviento porque vive siempre en espera del encuentro con el Señor. El cristiano espera, más allá de la muerte biológica, un encuentro personal y definitivo con Dios, pero vive – además - en la espera de los encuentros permanentes, cotidianos e inesperados con la presencia que el Señor hace de mil maneras y bajo las más diversas apariencias: una alegría, una tristeza, un logro, un fracaso, en la salud, en la enfermedad, en un amigo, en la oración personal, en el culto, en un libro, en un consejo, en todo lo que somos y tenemos… podemos descubrir la presencia de Dios en nuestras vidas y, también, esperamos y nos disponemos cada año al encuentro con el Señor mediante el tiempo litúrgico del adviento que nos prepara para el tiempo litúrgico de la navidad: Tres advientos que se resumen un único adviento: el de toda la vida del cristiano en la espera del Señor que ya viene, que llega, que se acerca, que se presenta, que está con nosotros, que pasa… Presencia siempre inesperada para la que el mismo Jesús nos pide, en el evangelio, estar alerta, despiertos, preparados...

La NAVIDAD, entonces, es un encuentro con Dios que, en el nacimiento y en la persona de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, quiso y quiere estar con el hombre, con nosotros, cada año y siempre… Precisamente Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros es el nombre que los profetas del Antiguo Testamento daban al Mesías, a Aquel que, por fin, instauraría y haría presente el Reinado de Dios.

Para los creyentes en Cristo, para los que en la persona del “niño envuelto en pañales y recostado en el pesebre” (Lc 2,12) reconocemos al esperado de los siglos, al Hijo de Dios, al que tenía que venir al mundo” (Jn 6,14) su nacimiento, conmemorado cada año en el tiempo de la navidad, constituye la mejor, la más grande y más buena noticia que haya escuchado y conocido la historia de la humanidad: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor…” (Lc 2,10-11)

Esa buena noticia que tuvo como primeros destinatarios a unos pastores es buena noticia para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para todos. Porque todo el género humano busca felicidad es decir, busca salvación, vida eterna, vida plena, vida abundante: precisamente la vida que, con su vida, vive y nos enseña a vivir Jesús.

A pesar de las estructuras sociales de pecado y de mal que generan inequidad y desigualdad y aunque hay pecados personales y sociales que envilecen la convivencia humana y entristecen los corazones, aunque hay muros, egoísmos, rabias, rencores, envidias y divisiones de todo tipo, aunque abundan el hambre, la soledad y el sufrimiento, aunque se intenta siempre y de mil maneras acabar con la paz, la concordia y la vida, aunque hay desesperados y desesperanzados que deambulan sin-sentido…la navidad es la fiesta de los que “esperamos contra toda esperanza” (Rm 4,18) porque Dios-está-con-nosotros y porque la vida toda, los hechos y las palabras de Jesús nos alienten y comprometen en la construcción de un presente y un futuro donde habiten la paz por la justicia, la paz por el perdón, la vida por el amor, el respeto y la solidaridad porque – ahora enseñados por el mismo Jesús sabemos que - todos somos hermanos, hijos del mismo Padre.

Esta buena noticia es la que fundamenta la alegría de los creyentes siempre pero de manera especial en la Navidad. Así, hay quienes nos alegramos en este tiempo de la Navidad por todo lo que contiene y significa el nacimiento de Jesús, el plan de salvación de Dios para nosotros en su Hijo, pero hay quienes se alegran sin conocer o celebrar el contenido de la Navidad.

En Navidad compramos más, regalamos más, compartimos, viajamos, descansamos, enviamos mensajes, nos reencontramos con los seres queridos, adornamos los hogares y las calles, hay más música y más luces… Ojalá que todas estas manifestaciones sociales tengan como trasfondo la alegría por el nacimiento de Cristo; de lo contrario, todo queda reducido a la profana y pagana manifestación de una sociedad materialista y consumista en la que el contenido de estas fechas se diluye y distorsiona, todo pierde sentido y el corazón, como el bolsillo, queda vacío.

Pero gracias a la Navidad la esperanza no muere, nace cada año, ha de nacer todos los días. Contra todos nuestros desmanes y egoísmos, contra todo el mal y todo nuestro pesimismo, en Navidad nace cada año, siempre y tercamente, la Esperanza, nuestra Esperanza: nuestro Señor Jesucristo.

sábado, 1 de octubre de 2011

Una Herencia Que a Todos Compromete



Cada década, por mandato del Congreso de los Estados Unidos se realiza en esta Nación el Censo Nacional de Población. El último Censo del año 2010 arrojó cifras que, de manera especial en este mes de la herencia hispana nos llaman a todos a la reflexión. A todos: a la entera sociedad norteamericana con todas sus instituciones políticas, culturales, sociales, económicas, religiosas etc…, a los hispanos residentes en esta Nación y a las Naciones Latinoamericanas de donde procedemos.

Según dicho Censo, residen en los estados Unidos 50.5 millones de Hispanos, número que no contiene a los hispanos indocumentados. Cifra que significa que la comunidad hispana residente en los estados Unidos se constituye en el 15% de la población total de esta Nación.

Demos una mirada al crecimiento de la comunidad hispana en los Estados Unidos desde el Censo de 1990 que contó 22.4 millones de hispanos; el Censo del año 2000 contó 35.3 millones de hispanos hasta el actual que muestra el aumento de la comunidad hispana hasta 50.5 millones de hispanos, cifra que muestra un rápido y enorme crecimiento – desde el último Censo - del 43%.

De otra parte, la edad media de la población hispana es 27 años de edad mientras que la media del resto de la Población norteamericana es de 47 años, lo cual muestra que la población hispana es una evidente inyección de juventud – y con ello, de fuerza de trabajo y progreso - para la entera sociedad de los Estados Unidos.

Veamos otras cifras del último Censo (2010):

• En California hay 14 millones y más de hispanos,
• En Nueva York hay 3 millones y más,
• en la Florida viven 4 millones y
• en Texas residen 9 millones y más de población de origen hispano.

La discriminación según nacionalidades es de la siguiente manera:

• Los Mexicanos son 31.8 millones, el equivalente al 63 % de la población hispana residente en los estados Unidos.
• Los Puertorriqueños son 4.6 millones, es decir el 9.2 %.
• Los Cubanos son 1.8 millones, es decir el 3.5 %.
• Los Salvadoreños son 1.6 millones, es decir 3.3 %.
• Los Dominicanos 1.4 millones, es decir 2.8 %.
• Los Guatemala 1.0 millones, es decir el 2.1 %.
• Los Colombianos 0.9 millones, es decir 1.8 %.
• Y el resto de las nacionalidades no mencionadas aquí, constituyen el 14.3 % de la población hispana residente en esta Nación.

Ahora bien, estos números y porcentajes - enormes, importantes e impactantes por sí solos – qué significan en el concierto de la sociedad norteamericana en general (con todas sus instituciones), para la comunidad hispana aquí residente y para la comunidad de naciones latinoamericanas?

Para los Estados Unidos, la aumentada presencia hispana comporta un gran desafío que conlleva insospechados índices de progreso en todos los campos de esta gran Nación si -desde todas las instituciones sociales – se responde adecuadamente a los enormes retos que esta presencia demanda; pero al mismo tiempo, la presencia de la comunidad hispana en los Estados Unidos puede implicar enormes problemas si las respuestas de la sociedad norteamericana a los retos de lo que podemos llamar “el fenómeno de lo hispano” no son ni prontas, ni dignas, ni acertadas, ni justas, ni respetuosas.

Si bien, hay acuerdo general en que es necesaria la integración de la comunidad de origen hispano a la sociedad norteamericana, no es menos cierto que las instituciones (políticas, religiosas, culturales, económicas, etc…) de esta Nación, han de evitar entender por “integración” una “asimilación” y “absorción” por parte de la “cultura dominante” que nos “uniforme” a todos de tal manera que los hispanos vamos perdiendo la riqueza de nuestra propia identidad, nuestra propia cultura, nuestras propias raíces, nuestros orígenes histórico-sociales o, en el otro extremo de quienes se oponen a este concepto de integración, aparecen la discriminación, el ghetto, la explotación, la persecución y tantos males sociales contrarios a una visión cristiana, demócrata y liberal de la sociedad, principios de los cuales se ufana esta Nación desde sus inicios históricos.

La Comunidad hispana, por su parte, al tiempo que crece en número de residentes en esta Nación ha de crecer en conciencia social y en participación, en educación y en formación socio-política, ha de crecer en liderazgo y en todos los aspectos que le permitan tener voz y voto en la toma de decisiones que rigen el presente y forjan el futuro de esta Nación.

Las instituciones, comunidades y denominaciones religiosas en general y las iglesias cristianas en particular, presentes en los Estados Unidos, por su parte, han de trabajar para que la presencia hispana sea una bendición, un signo de enriquecimiento y crecimiento en la fe, en la fraternidad, en la unidad, en la justicia, en la solidaridad, en la equidad, en la comunión y en la participación.

Porque la comunidad hispana está llamada a contribuir al desarrollo de esta Nación no sólo con el crecimiento económico mediante el trabajo o el pago de impuestos, sino - sobre todo - con los valores del evangelio y del humanismo cristiano inserto en nuestro ser, en nuestra identidad y en nuestra historia, desde la primera evangelización católica presente en nuestros orígenes como Naciones Hispanoamericanas. Valores, éstos muy contrarios al individualismo, al inmediatismo, al utilitarismo, a la apariencia, al facilismo, al pragmatismo, al relativismo, al subjetivismo, al confort, al consumismo, al hedonismo, etc., tan propios de la actual coyuntura posmoderna y “light”.

domingo, 24 de abril de 2011

La esperanza de la vida

Dos mil años atrás, los primeros cristianos, un puñado de hombres y mujeres que habían seguido y acompañado a Jesús de Nazaret durante su ministerio público, confiesan alborozados que el Crucificado, “el que mataron colgándolo de un madero”, les cambió la vida, los sacó de una antigua situación de vida y los transformó en hombres y mujeres nuevos, con nueva mentalidad, una nueva manera de ser, de ver, de estar y de obrar en el mundo.

Cambio de vida a partir del cual creen, confiesan, proclaman y celebran que Jesús está vivo, que Cristo ha resucitado, que la última palabra de Dios-Padre sobre la vida de su Hijo no es muerte sino vida, que la resurrección de Cristo significa el triunfo de la vida sobre la muerte, del bien sobre toda manifestación y experiencia de mal en el mundo, lo cual abrió en la historia de la humanidad, para todo hombre y mujer de buena voluntad, un horizonte nuevo, una posibilidad a la esperanza incluso cuando no hay esperanza, una oportunidad para la vida sobre toda forma de fracaso, de mal, de muerte.

Transformados por el muerto al que ahora confiesan vivo, precisamente por el cambio de vida obrado en ellos, los primeros cristianos se lanzan por el mundo a compartir y predicar con hechos y con palabras la buena nueva de la Resurrección y consignan por escrito sus confesiones de fe junto a datos históricos que acontecen en sus pequeñas comunidades creyentes, nuevas, fraternas y eucarísticas.

Todo lo cual significa que la Resurrección es, antes que un cuerpo doctrinal fundamento de la religión cristiana, una experiencia de vida nueva, de vida transformada, de vida abundante y en contra de cualquier manifestación de mal, de pecado, de muerte. La Resurrección que confesamos y celebramos es una convicción que sustenta y se manifiesta en un estilo de vida nuevo por el que los cristianos esperan y se comprometen en la construcción de un mundo mejor, vale decir, más divino en lo profundamente humano.

Por la Resurrección y contra toda manifestación de mal, contra toda expresión inhumana y deshumanizadora, contra toda agresión a lo humano y a la humanidad, contra todo lo que afrenta a la imagen y semejanza de Dios en sus criaturas, cada cristiano y el cristianismo se levanta para protestar y proponer la posibilidad de un mundo más equitativo, más justo, más solidario, más vivible, más fraterno, más humano y con la esperanza en la vida que tiene fundamento en el Dios que se revela como el Dios de la vida abundante en la Resurrección de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

Resurrección entonces es una confesión de fe, es una celebración, es la fiesta litúrgica, pero es - ante todo - el compromiso personal y eclesial de ser cotidianamente en y para el mundo, un espacio/tiempo de esperanza en medio de la desesperanza, un signo de alegría en medio de la tristeza, un espacio de misericordia en medio de tantas formas de egoísmo, división y violencia, una oportunidad para la paz en medio de la guerra, el dolor y la muerte. Esta es la tarea evangelizadora de la Iglesia, en esto reside la razón de ser y existir de la Comunidad Cristiana, esto constituye su identidad y su misión en el mundo.

Nunca más oportuna, nunca más conveniente pero nunca más comprometedora la celebración de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo – y de nosotros con El y en El – en un mundo en crisis, en una sociedad urgida de hombres y estructuras nuevas, novedosas, transformadas. Nunca como hoy urge vivir y compartir todo lo que significa confesar que Cristo Vive!. Así, la celebración de la Pascua es un canto a la esperanza pero, sobre todo, un desafío a la tarea evangelizadora de la Iglesia en el Mundo. Confesar y celebrar la Resurrección nos recuerda a los católicos el compromiso perenne de ser en el mundo espacios de consolación, de misericordia, de perdón, de esperanza, de vida… en medio de tantas experiencias inhumanas, de tantas formas de violencia, de indignidad, de deshumanización, de corrupción, de muerte.

“Pascua” es palabra hebrea que significa “paso”: “paso” del mar rojo a la libertad, “paso” de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, de la vida sin Cristo a la vida en El, del odio al amor, de la indiferencia al compromiso solidario, de un mundo sin Dios a un mundo construido para la humanización que es divinización.

Que la celebración “pascual” de estos días signifique la renovación de nuestro principal compromiso cristiano de manera personal y eclesial: ser para un mundo en crisis signos de la vida nueva y abundante que Dios nos ofrece en Cristo. Felices Pascuas!. Porque, como dice el Apóstol Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe y vana también nuestra predicación”.

domingo, 17 de abril de 2011

Su Vida Esclarece Nuestra Vida

La Semana Santa es la Semana Mayor de los cristianos. En ella confluye el tiempo litúrgico de la Cuaresma y, especialmente en el “Triduo Pascual”, los cristianos conmemoramos y celebramos, en apretada síntesis, sucesos de la vida de Jesús de Nazaret que constituyen los pilares en los que se fundamenta nuestra fe cristiana: su pasión, su muerte y su resurrección.

El pórtico de la Semana Santa es el Domingo de Ramos: la conmemoración de la entrada de Jesús a Jerusalén y la lectura del drama de la pasión y muerte de Jesús constituyen un anticipo de lo que conmemoramos días después en el Triduo Pascual: la pasión y condena del inocente, su muerte con la que refrenda un estilo de vida que El mismo vive y predica como sinónimo de felicidad: dar la vida por los que amamos sin cuidarla egoístamente porque “el que guarda su vida la pierde pero el que entrega y gasta su vida por el evangelio la salva y gana para la eternidad…” y la resurrección, con la que Dios-Padre convalida todo la vida y obra de Jesús de Nazaret, como “el camino, la verdad y la vida” que Dios quiere y sugiere, en Jesús, para todo hombre y mujer de buena voluntad.

La vida toda de Jesús, especialmente en la liturgia católica de la Semana Santa, se nos propone como un modelo de humanidad, como la vocación primera a la que hemos de aspirar todos los que nos reconocemos criaturas e hijos de Dios-Padre en Jesucristo; pues “el misterio que es el hombre se esclarece en el misterio del verbo encarnado: Jesucristo”. (GS 22)

Así, hoy como ayer, las esperanzas, el dolor, el sufrimiento y el mal que todo hombre experimenta en la tarea cotidiana de ser hombre y mujer, queda - especialmente en la Semana Santa y concretamente en Jueves y Viernes Santo – iluminada por el dolor y los padecimientos del de Nazaret quien, confiadamente, pone su vida y destino en las manos del Padre (“…pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” ) al mismo tiempo que la Vigilia Pascual, ilumina nuestra sed de infinitud, nuestra esperanza, nuestro anhelo de trascendencia, nuestros sueños de vida plena, nuestras proyecciones respecto de un futuro que no se agota en el aquí y ahora de la historia espacio-temporal.

Porque la Resurrección, confesión de fe sobre el triunfo de la vida sobre la muerte en Jesús, es – al mismo tiempo - confesión en que en el destino último y definitivo del hombre no triunfa la muerte sino la vida, no triunfa la desesperanza sino la esperanza, no triunfa el mal sino la bondad misericordiosa de Dios. Pero esta confesión de fe nos empuja y compromete a construir con nuestros hechos y palabras, con todas nuestras actitudes y comportamientos, espacios de vida abundante en el aquí y ahora de nuestra historia. La vida plena que esperamos en el más allá comienza en el más acá de nuestras esperas cotidianas. El cielo nuevo ha de empezar por una tierra nueva.

La Semana Santa retrata, como ningún otro tiempo litúrgico, la paradoja y misterio de la vida humana en la concreta vida de Jesús de Nazaret y, con ello, toda la paradoja del misterio cristiano que es poder desde la debilidad y que es salvación desde la locura que supone el madero de la cruz. Porque nosotros – como dice – Pablo predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para el mundo pero para nosotros “poder y fuerza”.

Que vivamos esta Semana Santa no como quien recorre un museo de antigüedades que ya cuentan 2000 años de historia sino como quienes hacemos memoria de hechos acontecidos en la persona de Jesús que hoy se actualizan y nos interpelan porque su pasión, muerte y resurrección ilumina nuestros padecimientos, nuestras luchas, nuestros trabajos, nuestros proyectos, nuestros amores, nuestros dolores, nuestras entregas, nuestros triunfos y fracasos, nuestros anhelos de un mundo más justo, humano y fraterno, nuestra muerte y nuestra vida abierta, en esperanza, al Dios de la vida abundante.

Que de esta Semana Santa, conmemorando lo vivido por Jesús y lo acontecido con El dos mil años atrás, saquemos poder y fuerza que ilumine nuestras historias personales y comunitarias y nos abra en esperanza a la celebración de la Pascua litúrgica y de la Pascua definitiva que esperamos y vamos construyendo en el ya pero todavía no de nuestra historia presente.

sábado, 19 de febrero de 2011

Unas mujeres del Nuevo Testamento y de hoy…

Jesús de Nazaret, su mensaje, sus hechos, toda su vida, representa una ruptura con el Antiguo Testamento por su absoluta novedad. Con razón El puede decir, antes se dijo, ahora yo les digo. Por esa absoluta ruptura-novedad hablamos de dos periodos distintos en la historia de la salvación: antes de Cristo y después de Cristo y, por tanto, de dos Testamentos: El Antiguo y el Nuevo Testamento. Un aspecto en el que Jesús establece novedad es en el trato a la mujer, trato que incluye no solo el respeto y la consideración a la dignidad de la mujer, de toda mujer - en una sociedad en la que la mujer poco o nada valía – sino la inclusión de ésta en la vocación, en el seguimiento, en la discipulatura y en la tarea evangelizadora y misionera de la Iglesia en el mundo.

Es muy poco lo que de los hechos y las palabras del ministerio público de Jesús conservamos. Muy poco lo que de su la vida y obra de Jesús llego hasta nosotros. Como dice el evangelista Juan, no cabrían en el mundo entero los libros para narrar la obra novedosa y maravillosa realizada por Dios en Jesucristo. No obstante, los pocos testimonios sobre el ministerio público de Jesús con los que contamos consignados en los escritos del Nuevo Testamento son suficientes para comprender el papel central, importante, protagónico, igualitario, equitativo, justo, solidario y digno que Dios en Jesucristo y en toda la historia de la salvación otorga a la mujer.

Baste reflexionar hoy en el papel primordial que tiene María en la historia de la salvación. María, en la revelación de Dios y en la historia y vida de la Iglesia no es y no puede ser tratada y experimentada como el toque femenino en una institución machista. María es, muy por el contrario, eje y elemento central en la revelación del Dios Trino y en su plan salvífico. Su intervención generosa y fiel, su disponibilidad y entrega alegre en la encarnación nos regala a jesus de Nazaret y por El, con El y en El se nos revela el Padre, lo conocemos y conocemos y gozamos de su poder y de su amor, de su presencia histórica y de su plan salvador, vale decir, humanizador, para todo hombre y mujer que viene a este Mundo, porque “quien lo ha visto a El ha visto al Padre”

Como dijeran los padres conciliares en el Vaticano II: Gracias a Jesucristo se aclara la vida del hombre, de todo hombre. En el encuentran respuestas nuestras ansias de felicidad, nuestras más profundas búsquedas, nuestros más grandes anhelos, nuestras esperanzas, nuestras luchas y fracasos, nuestras caídas y levantadas, toda nuestra vida y toda nuestra muerte. El es nuestro Camino y Verdad. El es la luz de todo hombre y de todos los pueblos. El es el Pan que nos da la Vida y no cualquier Vida sino la abundante, la eterna, la plena, la feliz, la que salva, la que sana, la que libera.

Y todo esto gracias a la humilde niña de Nazaret. A la que gozosamente vivió para hacer siempre y en todo la voluntad de Dios. Por eso la llamamos “bendita entre todas las mujeres y bendito el fruto de su vientre…” la mujer y madre con espíritu de pobre que hoy, como a los invitados a la Boda en Cana nos aconseja y pide que hagamos siempre lo que Jesús nos diga y nos pida.

Pero, en los evangelios encontramos a otras mujeres, que, como María, destacan en el ministerio de Jesús. Recordemos, por ejemplo a la mujer extranjera, a la mujer cananea, (Mt 15,21-28) aquella que con su respuesta de fe saco de los limites de Israel los beneficios de la salvación de Dios en Jesucristo, con su respuesta alcanzo el favor de Dios en Jesús porque “también los extranjeros comen de las migajas que caen de la mesa de los amos”. Se convirtió así esta extranjera en modelo de mujer creyente para la comunidad cristiana y eclesial de todos los tiempos.

Hoy, como aquel día, la Iglesia alaba la fe de la mujer creyente y con Jesús decimos “mujer, mujeres, que fe tan grande tienen, que se les cumplan todos sus deseos”.

Recordamos además a María Magdalena, Juana y María de Santiago (Lc 24,1-11). Las mujeres que, con sus perfumes, acompañaron a Jesús hasta la tumba y que luego resultaron testigos, portadoras, mensajeras, misioneras y protagonistas de la memoria de los orígenes del cristianismo. El mensaje-fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza cristiana dado y encargado a ellas resuena hoy en el mundo y en nuestros corazones, y ya por veinte siglos: “por qué buscar entre los muertos al que vive, al Resucitado”.

Hay otra María, la hermana de Marta y Lázaro, aquella que con la unción a Jesús en Betania (Jn 12) prefiguró e inspiró el posterior lavatorio de los pies de los apóstoles por parte de Jesús, (Jn 13,1-20) otro gesto que dibuja y concretiza el amor de Dios a los hombres y de los hombres entre si hasta las últimas consecuencias.

Otra mujer importante en el evangelio es la Samaritana, aquella que junto al pozo asume el reto de ser la misionera del Mesías y de su Buena Nueva entre sus coterráneos. Aquella samaritana por la que muchos en su pueblo creyeron en Jesús (Jn 4).

Incontables son, en el Nuevo Testamento, especialmente en los evangelios y en los escritos paulinos, las mujeres discípulas de Jesús y que con generosa entrega asisten y contribuyen a la predicación y expansión del evangelio por el mundo entonces conocido. Un ejemplo de ello lo constituye Lidia de Tiatira (Hc 16) aquella convertida por la predicación de Pablo que con su actuación se convirtió también en modelo de fe y de hospitalidad.

Hoy son ustedes, mujeres de Cristo, las que aquí reunidas quieren renovar su fe y su compromiso con la tarea evangelizadora de la Iglesia. Cristo-Eucaristía nos da la fuerza para vivir y vencer. Cristo nos alimenta para seguir comprometidos en la tarea de construir mejores familias, mejores comunidades, mejores parroquias, una mejor sociedad. Que las mujeres de la Biblia las alienten y animen en la tarea cotidiana de construir un mundo más humano y, por ello, más divino. Pero ese mundo mejor, mundo nuevo, más equitativo justo, mas fraterno y humano supone que la mujer tenga el puesto y el encargo que Jesús dio a la mujer de ayer y de siempre.

domingo, 30 de enero de 2011

La salvación en la felicidad que buscamos


El ser humano puede ser definido como un buscador de la felicidad. Esta búsqueda de felicidad es una tarea incesante que, a menudo, convierte al ser humano en un permanente insatisfecho.

La actual coyuntura histórico-social, en transición de la modernidad a la posmodernidad, denuncia el fracaso del ideal de progreso ilimitado mediante la ciencia y la técnica, que inflamó a nuestros antepasados de la modernidad, en los siglos XVIII, XIX y primera mitad del siglo XX. Ideal de progreso que no logró remediar los grandes males de la humanidad tales como el hambre, la inequidad y la injusticia de millones y, muy por el contrario, generó nuevos males como la carrera armamentista, etc. Por lo que a partir de la década de los 60,s algo cambio en el espíritu de la humanidad: la certeza de aquel fracaso y el anuncio de un relato histórico de desesperanza y la visión del mundo y de la humanidad como un cementerio de aquellas esperanzas de la modernidad.

De tal manera que, si no hay futuro, para el hombre de estos días no valen la pena el trabajo y el esfuerzo colectivo en la búsqueda de un progreso que fracasó y sólo cuenta el tiempo que dedicamos al placer, de manera individual y mediante lo fácil, lo rápido, lo desechable, lo des-comprometido, lo descafeinado, lo “light”.

Y para lograr el goce inmediato, que se impone como sinónimo de felicidad, no importan los medios con tal de lograr ese fin. Pero, además, si el hombre moderno trataba de vivir éticamente, la pseudo-estética es hoy la norma del comportamiento, la apariencia sobre la esencia, el tener sobre el ser, el individuo sobre la búsqueda del bien común.

Todo lo cual, entre otras características filosóficas y tendencias socio-culturales de la actual coyuntura histórica, conduce a una visión del hombre y de su felicidad en la que no caben y no hay tiempo para el dolor, el compromiso, el sufrimiento, el esfuerzo, la vejez, la arruga, la soledad, la enfermedad, la solidaridad, el servicio, etc. que son sustituidos por el divorcio, el aborto, la cirugía, la eterna rumba, la eutanasia, el suicidio, etc.

Es decir, como una gran tragedia en la búsqueda de la felicidad, el hombre posmoderno no ha logrado integrar la humana experiencia de mal y sus manifestaciones en forma de conflicto en la única, indivisible y real experiencia de vivir la cotidianidad. Tal escisión, tal dicotomía, tal negación de esa otra cara de la vida menos festiva pero también humana y válida para el aprendizaje en el arte de vivir y ser feliz deja al hombre posmoderno deprimido, angustiado y, en medio de tantas medias verdades individuales y de bolsillos y de tantos estilos de vida personales y a la carta, queda sin rumbo, sin-sentido.

Contrario a la humana y auténtica búsqueda de FELICIDAD, la actual transición de la modernidad a la posmodernidad nos propone la búsqueda del ÉXITO como un equivocado placebo, como un falso sustituto de aquella. Pues el ÉXITO – y no la felicidad – es una medida social que cambia y es distinta en cada agrupación humana, en cada comunidad o asociación, en cada comunidad rural o agremiación urbana. Así, mientras que para una minoría de privilegiados en el mundo el éxito social significa la mayor suma de confort, de lujo escandaloso, de extravagancias, de derroche, para millones de empobrecidos en el mundo el éxito consistiría en tener, apenas, mínimas y elementales condiciones para subsistir (agua, alimento, techo, vestido).

La crisis financiera en los Estados Unidos del 2008, con repercusiones en todo el mercado y las finanzas mundiales, la “burbuja inmobiliaria”, el colapso de grandes colosos del mundo de la banca y de los negocios, el derrumbe de las bolsas y la caída del valor de las divisas, el pánico financiero revelan, ante todo, el engaño que el hombre posmoderno tiene y proyecta respecto de la noción de felicidad. Es un engaño, una equivocación, un desacierto que revela más que caídas en el mundo del capital y del dinero un desplome en el mundo de los valores, en el ámbito del espíritu humano. Por décadas crecimos mucho y muy rápidamente en el mundo de la ciencia, de la técnica, de las conquistas del universo, sin ocuparnos demasiado por la conquista del propio ser humano y de sus valores fundamentales.

En los últimos tiempos hemos estado empeñados en la construcción de lo macro y globalizado, donde el tener y acumular bienes materiales es la norma de cada día y nos hemos olvidado del ser humano, de solucionar los grandes problemas de la humanidad que nos deja la modernidad y los grandes vacíos del ser humano que nos deja la posmodernidad. Se diría que hemos fracasado en la construcción de un mundo más justo y de un ser humano verdadera y profundamente humano y solidario.

Pero los medios de comunicación nos informan diariamente que el éxito no necesariamente es sinónimo de felicidad; que los logros sociales no siempre coinciden con el anhelo de felicidad y que los muy satisfechos materialmente y, por ello, muy exitosos socialmente - muy a menudo - terminan siendo los más insatisfechos con la vida. Por lo que podríamos afirmar que, en nuestras sociedades, hay exitosos infelices y, probablemente, muchos no-exitosos socialmente felices.

Los cristianos confesamos a Jesús de Nazaret como nuestro Salvador, como nuestro Camino, Verdad y Vida, como Luz del Mundo y Sal de la tierra. Todo lo cual significa, y debería traducirse en el diario vivir de sus discípulos como sinónimo de la felicidad que anhelamos.

Es decir, cuando los cristianos confesamos a Jesucristo como Salvador del Mundo, lo confesamos – al mismo tiempo – como Aquel que, con su propuesta de vida y su evangelio nos hace felices. Propuesta de vida que consiste en que reconociendo a Dios como Creador y Padre compasivo y misericordioso vivamos, en consecuencia, como hijos y - haciendo la voluntad del Padre - nos amemos todos como hermanos para instaurar, así, en el mundo su soberanía.

Pero a los cristianos nos corresponde probar a diario, con nuestras vidas y en nuestros ambientes que, esta vida de Cristo en nosotros, vida de hombres nuevos para un mundo nuevo y mejor, nos hace felices. Que la vida de los hijos llena de obediencia humilde, de esperanza y alegre confianza en el Padre bueno del cielo nos hace felices. Que una vida de amor, es decir, de servicio, perdón y solidaridad con nuestros próximos nos salva, nos hace felices.

Pero en el diario vivir de los cristianos constatamos una dicotomía que consiste en entender la salvación como contra-distinta a la felicidad que todo hombre ansía. Los cristianos, como los “del mundo” buscan, entonces, por un lado la felicidad y, al margen de sus diarias existencias, de esta humana e incesante búsqueda, la salvación. Lo cual indica que La Iglesia, en su tarea evangelizadora, no ha logrado hacer, para la vida de los cristianos y para todo hombre y mujer que viene a este mundo, una sinonimia entre la felicidad que todo ser humano anhela y la salvación que Dios nos ofrece a todos en Cristo.

Si - con San Agustín - el ansia de felicidad en el corazón del hombre es ansia de Dios, entonces el acontecimiento salvador que es Cristo mismo y su evangelio han de colmar esta búsqueda, este anhelo, esta permanente insatisfacción que experimenta el hombre de todos los tiempos, especialmente, el hombre de aquí y de ahora.
Corresponde, pues, a la Iglesia en general y cada discípulo de Cristo en particular mostrar con autoridad, con coherencia entre los hechos y las palabras, entre lo que creemos y practicamos, entre nuestras convicciones y nuestras actitudes y estilos de vida, entre lo que confesamos y vivimos, entre lo que predicamos y actuamos que – contra los criterios del mundo – Cristo nos salva, o lo que es lo mismo, nos hace felices, nos da la vida abundante, la vida nueva, la vida plena, la vida eterna que anhelamos en el diario transcurrir de nuestras historias personales y comunitarias.

De lo contrario, el anuncio de la salvación que es Cristo mismo se convierten en un “producto” que sólo sirve para el más allá, que nadie entiende, a nadie implica, a nadie inquieta, a nadie convence y a nadie interesa en las circunstancias presentes. Y si, además, dicho anuncio va envuelto en ropajes, maneras y lenguaje de tiempos idos, puede ocurrir y aplicarse a la Iglesia y su predicación de la salvación-en-Cristo aquella célebre parábola de Soren Kierkegaard sobre el payaso y la aldea en llamas que concluye en que el anuncio del payaso (con ropajes de payaso) del incendio en el circo en Dinamarca no convenció ni conmovió a nadie en el pueblo y todo terminó consumido por las llamas.

Pero los cristianos creemos que Cristo nos salva, es decir, nos hace felices. Creemos que en la pregunta del joven rico que, en el evangelio, pregunta a Jesús qué tiene que hacer para alcanzar la vida eterna, es decir, la felicidad, está también nuestra eterna pregunta y la pregunta de todo hombre y mujer que busca la felicidad, en todo tiempo, de todo rincón, raza, credo y cultura. Pero creemos también que la respuesta de Jesús responde al eterno anhelo humano de felicidad: vete y ama, especialmente a los más necesitados (Cfr. Mt 19,16-22).

Y por ello, la vida-en-Cristo, como el mismo vivió, como hijos de Dios y hermanos de todos, es un acontecimiento necesario y vigente para cada hombre en busca de felicidad, para el mundo de hoy, para esta coyuntura histórica y para la vida de todos los días. En la resurrección de Cristo los cristianos confesamos el triunfo del bien, de todo bien, el triunfo de la vida sobre el mal y la muerte y por Cristo - con El y en El - sabemos que Dios quiere para el hombre la vida y no cualquier forma de vida sino la vida plena, feliz, abundante (Cfr. Jn 10) que resulta del mandamiento nuevo en la experiencia del amor y del servicio de los unos a los otros como Dios mismo nos ama (Cfr. Jn 13).

Quizá sea el tiempo oportuno de re-encontrar el camino perdido en búsqueda de la felicidad. Tiempo para reencontrarnos con nosotros mismos, con lo mejor de los valores del ser humano y de la humanidad entera. Los que en el mundo seguimos la tradición judeo-cristiana como regla moral de nuestro comportamiento y faro de luz en nuestros mejores y más profundos anhelos podríamos volver a la Palabra de Dios que nos revela los criterios de Dios que no son siempre los nuestros, lógica de Dios que no coincide siempre con la lógica del mundo y que nos dice que es dichoso el hombre que pone su confianza en Dios y que administra todo cuanto es y todo cuanto tiene en favor de los más débiles y necesitados de la tierra.

Pero, finalmente, creyente o no, todo hombre, de toda raza, lengua, tiempo, credo y nación posee en su naturaleza, en su ser creatural, tendencias profundamente humanas y, por ello, profundamente divinas, que - también en esta coyuntura histórica de transición de la modernidad a la posmodernidad en la que nos correspondió vivir – le permiten aspirar y entrar en comunión con la humanidad entera para favorecer los valores más nobles, más excelsos, más sublimes con los cuales dar sentido a la experiencia de ser hombre y mujer y a la tarea de construir un mundo mejor en el que podamos alcanzar la tan anhelada felicidad que esperamos en esperanza.