domingo, 24 de abril de 2011

La esperanza de la vida

Dos mil años atrás, los primeros cristianos, un puñado de hombres y mujeres que habían seguido y acompañado a Jesús de Nazaret durante su ministerio público, confiesan alborozados que el Crucificado, “el que mataron colgándolo de un madero”, les cambió la vida, los sacó de una antigua situación de vida y los transformó en hombres y mujeres nuevos, con nueva mentalidad, una nueva manera de ser, de ver, de estar y de obrar en el mundo.

Cambio de vida a partir del cual creen, confiesan, proclaman y celebran que Jesús está vivo, que Cristo ha resucitado, que la última palabra de Dios-Padre sobre la vida de su Hijo no es muerte sino vida, que la resurrección de Cristo significa el triunfo de la vida sobre la muerte, del bien sobre toda manifestación y experiencia de mal en el mundo, lo cual abrió en la historia de la humanidad, para todo hombre y mujer de buena voluntad, un horizonte nuevo, una posibilidad a la esperanza incluso cuando no hay esperanza, una oportunidad para la vida sobre toda forma de fracaso, de mal, de muerte.

Transformados por el muerto al que ahora confiesan vivo, precisamente por el cambio de vida obrado en ellos, los primeros cristianos se lanzan por el mundo a compartir y predicar con hechos y con palabras la buena nueva de la Resurrección y consignan por escrito sus confesiones de fe junto a datos históricos que acontecen en sus pequeñas comunidades creyentes, nuevas, fraternas y eucarísticas.

Todo lo cual significa que la Resurrección es, antes que un cuerpo doctrinal fundamento de la religión cristiana, una experiencia de vida nueva, de vida transformada, de vida abundante y en contra de cualquier manifestación de mal, de pecado, de muerte. La Resurrección que confesamos y celebramos es una convicción que sustenta y se manifiesta en un estilo de vida nuevo por el que los cristianos esperan y se comprometen en la construcción de un mundo mejor, vale decir, más divino en lo profundamente humano.

Por la Resurrección y contra toda manifestación de mal, contra toda expresión inhumana y deshumanizadora, contra toda agresión a lo humano y a la humanidad, contra todo lo que afrenta a la imagen y semejanza de Dios en sus criaturas, cada cristiano y el cristianismo se levanta para protestar y proponer la posibilidad de un mundo más equitativo, más justo, más solidario, más vivible, más fraterno, más humano y con la esperanza en la vida que tiene fundamento en el Dios que se revela como el Dios de la vida abundante en la Resurrección de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

Resurrección entonces es una confesión de fe, es una celebración, es la fiesta litúrgica, pero es - ante todo - el compromiso personal y eclesial de ser cotidianamente en y para el mundo, un espacio/tiempo de esperanza en medio de la desesperanza, un signo de alegría en medio de la tristeza, un espacio de misericordia en medio de tantas formas de egoísmo, división y violencia, una oportunidad para la paz en medio de la guerra, el dolor y la muerte. Esta es la tarea evangelizadora de la Iglesia, en esto reside la razón de ser y existir de la Comunidad Cristiana, esto constituye su identidad y su misión en el mundo.

Nunca más oportuna, nunca más conveniente pero nunca más comprometedora la celebración de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo – y de nosotros con El y en El – en un mundo en crisis, en una sociedad urgida de hombres y estructuras nuevas, novedosas, transformadas. Nunca como hoy urge vivir y compartir todo lo que significa confesar que Cristo Vive!. Así, la celebración de la Pascua es un canto a la esperanza pero, sobre todo, un desafío a la tarea evangelizadora de la Iglesia en el Mundo. Confesar y celebrar la Resurrección nos recuerda a los católicos el compromiso perenne de ser en el mundo espacios de consolación, de misericordia, de perdón, de esperanza, de vida… en medio de tantas experiencias inhumanas, de tantas formas de violencia, de indignidad, de deshumanización, de corrupción, de muerte.

“Pascua” es palabra hebrea que significa “paso”: “paso” del mar rojo a la libertad, “paso” de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, de la vida sin Cristo a la vida en El, del odio al amor, de la indiferencia al compromiso solidario, de un mundo sin Dios a un mundo construido para la humanización que es divinización.

Que la celebración “pascual” de estos días signifique la renovación de nuestro principal compromiso cristiano de manera personal y eclesial: ser para un mundo en crisis signos de la vida nueva y abundante que Dios nos ofrece en Cristo. Felices Pascuas!. Porque, como dice el Apóstol Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe y vana también nuestra predicación”.

domingo, 17 de abril de 2011

Su Vida Esclarece Nuestra Vida

La Semana Santa es la Semana Mayor de los cristianos. En ella confluye el tiempo litúrgico de la Cuaresma y, especialmente en el “Triduo Pascual”, los cristianos conmemoramos y celebramos, en apretada síntesis, sucesos de la vida de Jesús de Nazaret que constituyen los pilares en los que se fundamenta nuestra fe cristiana: su pasión, su muerte y su resurrección.

El pórtico de la Semana Santa es el Domingo de Ramos: la conmemoración de la entrada de Jesús a Jerusalén y la lectura del drama de la pasión y muerte de Jesús constituyen un anticipo de lo que conmemoramos días después en el Triduo Pascual: la pasión y condena del inocente, su muerte con la que refrenda un estilo de vida que El mismo vive y predica como sinónimo de felicidad: dar la vida por los que amamos sin cuidarla egoístamente porque “el que guarda su vida la pierde pero el que entrega y gasta su vida por el evangelio la salva y gana para la eternidad…” y la resurrección, con la que Dios-Padre convalida todo la vida y obra de Jesús de Nazaret, como “el camino, la verdad y la vida” que Dios quiere y sugiere, en Jesús, para todo hombre y mujer de buena voluntad.

La vida toda de Jesús, especialmente en la liturgia católica de la Semana Santa, se nos propone como un modelo de humanidad, como la vocación primera a la que hemos de aspirar todos los que nos reconocemos criaturas e hijos de Dios-Padre en Jesucristo; pues “el misterio que es el hombre se esclarece en el misterio del verbo encarnado: Jesucristo”. (GS 22)

Así, hoy como ayer, las esperanzas, el dolor, el sufrimiento y el mal que todo hombre experimenta en la tarea cotidiana de ser hombre y mujer, queda - especialmente en la Semana Santa y concretamente en Jueves y Viernes Santo – iluminada por el dolor y los padecimientos del de Nazaret quien, confiadamente, pone su vida y destino en las manos del Padre (“…pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” ) al mismo tiempo que la Vigilia Pascual, ilumina nuestra sed de infinitud, nuestra esperanza, nuestro anhelo de trascendencia, nuestros sueños de vida plena, nuestras proyecciones respecto de un futuro que no se agota en el aquí y ahora de la historia espacio-temporal.

Porque la Resurrección, confesión de fe sobre el triunfo de la vida sobre la muerte en Jesús, es – al mismo tiempo - confesión en que en el destino último y definitivo del hombre no triunfa la muerte sino la vida, no triunfa la desesperanza sino la esperanza, no triunfa el mal sino la bondad misericordiosa de Dios. Pero esta confesión de fe nos empuja y compromete a construir con nuestros hechos y palabras, con todas nuestras actitudes y comportamientos, espacios de vida abundante en el aquí y ahora de nuestra historia. La vida plena que esperamos en el más allá comienza en el más acá de nuestras esperas cotidianas. El cielo nuevo ha de empezar por una tierra nueva.

La Semana Santa retrata, como ningún otro tiempo litúrgico, la paradoja y misterio de la vida humana en la concreta vida de Jesús de Nazaret y, con ello, toda la paradoja del misterio cristiano que es poder desde la debilidad y que es salvación desde la locura que supone el madero de la cruz. Porque nosotros – como dice – Pablo predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para el mundo pero para nosotros “poder y fuerza”.

Que vivamos esta Semana Santa no como quien recorre un museo de antigüedades que ya cuentan 2000 años de historia sino como quienes hacemos memoria de hechos acontecidos en la persona de Jesús que hoy se actualizan y nos interpelan porque su pasión, muerte y resurrección ilumina nuestros padecimientos, nuestras luchas, nuestros trabajos, nuestros proyectos, nuestros amores, nuestros dolores, nuestras entregas, nuestros triunfos y fracasos, nuestros anhelos de un mundo más justo, humano y fraterno, nuestra muerte y nuestra vida abierta, en esperanza, al Dios de la vida abundante.

Que de esta Semana Santa, conmemorando lo vivido por Jesús y lo acontecido con El dos mil años atrás, saquemos poder y fuerza que ilumine nuestras historias personales y comunitarias y nos abra en esperanza a la celebración de la Pascua litúrgica y de la Pascua definitiva que esperamos y vamos construyendo en el ya pero todavía no de nuestra historia presente.