martes, 21 de febrero de 2012

EL PECADO Y LA CUARESMA

Cuaresma es un tiempo litúrgico privilegiado para reflexionar sobre la condición humana, sobre lo frágil y vulnerable de la existencia humana y, especialmente, sobre la experiencia de mal (y bien) en la que el hombre vive y desarrolla toda su existencia histórica personal y comunitariamente. Experiencia de mal que se vive, evidencia y manifiesta en forma conflictos (personales, familiares, sociales, nacionales, internacionales, desastres naturales, etc.) y que, en la cosmovisión y teología cristianas llamamos “pecado”, a diferencia de otras cosmovisiones y sistemas teológicos en los que el mal se denomina falta, culpa, mancha, tabú, transgresión, etc.

Según nos da cuenta el evangelio (Cfr. Mt 4, 1-11; Mc 1,12-15; Lc 4,1-13 y Primer Domingo de los Ciclos Litúrgicos A, B y C) Jesús mismo experimenta el mal, el pecado, en forma de tentaciones que resumen las tres grandes apetencias de todo ser humano: el poder, el placer y el poseer. Realidad de pecado en forma de tentaciones a las que nadie escapa: “El que esé sin pecado…”(Jn 8,1-11). En el relato evangélico de las tentaciones vence Jesús y, con su victoria, nos enseña la posibilidad y el modo de triunfar sobre el mal, sobre el pecado, en el mundo.

Por ello, Jesús es – para los cristianos - “el Camino, la Verdad y la Vida”(Jn 14,6), el nuevo pozo de donde mana la vida eterna (Jn 4,5-42), la luz del mundo (Jn 9,1-41), el Salvador (Jn 3,14-21), la vida frente a la realidad de la muerte (Jn 11,1-45) y, finalmente en el único no-pecador: “semejante a nosotros en todo menos en el pecado” (Filip 2,7).

Pero los temas “pecado” y su correspondiente: “el perdón” son tratados de manera distinta en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Así, mientras en el Antiguo Testamento se habla de pecados (en plural) como faltas y transgresiones a la Ley y del perdón como castigos (y en el judaísmo tardío: ritos) impuestos para subsanar, reivindicar, armonizar, equilibrar la vida y resarcir los daños y reintegrarse a la vida en la comunidad, el Nuevo Testamento habla del pecado en singular (con el vocablo griego hamartía) como una negación deliberada (inteligente y libre) del hombre a todo lo divino que hay en él, como una negación de lo divino en el hombre, como una torcedura interior, como una “opción fundamental” del hombre de espaldas al Creador y Padre, como una negación de la vocación primera: la de llegar a ser semejantes al Padre; perfectos, compasivos y misericordiosos como Dios mismo. El pecado es en el Nuevo Testamento una postura diabólica (no divina), pecadora (una acción animalesca, irracional), inhumana (no divina) por la que el hombre va diseminando frutos malos, pecados (estos sí en plural).

Para corregir, enderezar, borrar del todo, curar y salvar al hombre, Cristo , con la Buena Nueva de su vida y anuncio, con su entrega hasta la muerte en Cruz y su Resurrección vence el mal, libera, redime, justifica al ser humano desde dentro (Mt 15,19), de tal manera que el árbol bueno de frutos buenos (Mt 7,17). Entonces, la obra perdonadora y salvadora de Cristo no consiste en limpiar los pecados sino en sanar el pecado, en curar desde dentro, estructural e integralmente al hombre para que ya no peque más (1 Jn 3,6).

Si el itinerario del discípulo, del hijo es llegar a ser semejante al Hijo (Ef 5,1) y, por Cristo, con El y en El, en su conocimiento y seguimiento, llegar a ser “ a imagen y semejanza del Padre”, entonces la Cuaresma nos recuerda, también, la necesidad de vivir en un permanente estado de conversión, de cambio de vida, de adecuación de nuestra vida a la vida de Cristo, de nuestros principios, criterios y actitudes a los criterios del Evangelio, de nuestra lógica del mundo a la lógica de Dios o sabiduría de la cruz, hasta alcanzar exclamar como Pablo “donde abundó el pecado ahora sobreabunda la gracia” (Rm 5,20), “ya no vivo yo es Cristo quien vive en mi”. (Gal 2,20). Conversión que, en el tiempo de Cuaresma, la liturgia equipara a la Transfiguración (Mt 17,1-9) porque convertirnos es hacernos dignos de escuchar – como Jesús - la voz del Padre que nos dice “este es mi hijo, el amado…”.

Cuaresma, entonces, nos recuerda nuestro pecado, nuestra necesidad de conversión pero, sobre todo, nos recuerda la necesidad de volver a la casa paterna en la que nos espera el abrazo compasivo y misericordioso del Padre que no nos trata como a jornaleros o sirvientes sino como a hijos (Lc 15) por lo que Cuaresma es, también, tiempo para la alegre confianza, para la gratitud, para la esperanza humilde en el amor compasivo de Dios. Conversión y fiesta que, en definitiva, implican toda la vida del discípulo, comprometen todo el itinerario del cristiano.