miércoles, 5 de marzo de 2014

“Todo era bueno”



La historia de la salvación judeo-cristiana consignada en la Biblia se abre, en el libro del Génesis del Antiguo Testamento, con una maravillosa constatación: “Creó Dios todas las cosas y vio Dios que todo era bueno”.( Gen 1,4). Sin embargo, la inocultable tragedia de mal, la abrumadora evidencia de sufrimiento, de dolor, de violencia, de injusticia, de inequidad, de muerte… en el mundo, experimentado en forma de mil conflictos de tipo individual, familiar, social, inter-nacional, hace que el hombre se haya preguntado, desde siempre, por la causa de estos desarreglos, de los atentados contra la armonía primigenia con la que Dios creó y nos creó.

La interpretación bíblica y cristiana trata la experiencia y la causa del mal como “pecados” (en plural, en el Antiguo Testamento) y como “pecado”  hamartía  en singular, en el Nuevo Testamento). Esta última interpretación, la que más nos interesa como cristianos, como hombres y mujeres del Nuevo Testamento, consiste en una postura estructural, en una opción fundamental de la vida del hombre en contra de su Creador y Padre compasivo y misericordioso, en contra de su voluntad, en últimas, en contra del amor al hermano (especialmente al más pequeño) a quien – según lo revelado por Jesús de Nazaret – debemos amar del mismo modo y en las misma proporción en la que Dios nos ama. Así, si la vida en Dios es vida en el amor, el pecado y la vida en él es vida sin Dios, es decir, sin amor, y las terribles manifestaciones del mal se explican como carencia del amor de Dios vivido por los hombres y mujeres, sus creaturas, sus hijos. Pero, al revés, toda curación definitiva de cualquier experiencia de mal en el mundo – desde el punto de vista cristiano – procede del amor de Dios entre los hombres.

En esta coyuntura histórica de tránsito de la modernidad a la posmodernidad, el hombre de hoy quedó a tientas, sin una verdad absoluta que oriente y regule su vida. La vida del hombre de hoy transcurre en el relativismo moral de las medias verdades, de las verdades de bolsillo, de los estilos de vida “a la carta” según los cuales nada vale o todo vale por igual de acuerdo a la utilidad práctica que todo tenga para el goce ya, aquí y ahora; pues vivimos el cada día sin la visión trascendente de la historia y con la triste perspectiva del no-futuro. Solo cuenta el hoy para el goce inmediato y todo se valida y justifica con este fin.

En el mundo del relativismo moral, del laxismo, del subjetivismo, del sentimiento (en contra de la razón), una interpretación teológica del mal, universal y objetiva, perdió su sitio pues todo le es permitido al hombre de hoy, especialmente si es prohibido, tanto en cuanto le produzca placer. En la otra orilla se encuentran las posturas y comportamientos de hombres y mujeres, más propios de la modernidad, que tienden a juzgarlo todo como malo, como pecado, de manera rigorista, escrupulosa y que, en palabras del mismo Jesús, “cuelan el mosquito pero se tragan el camello”. Cuaresma nos recuerda que no cualquier cosa es pecado pero que existe el pecado: la negación a la voluntad de Dios que nos pide que nos amemos los unos a los otros como hermanos para la construcción de una mejor sociedad y mundo que éste en el que hoy habitamos y del que todos somos co-responsables.

“Viendo Dios que la maldad del hombre cundía en la tierra… se arrepintió de haber hecho al hombre…”(Gen 6,6) .La Cuaresma, tiempo litúrgico de fuerte llamado a la (metanoia) conversión es, sobre todo, un tiempo fuerte para volver a interpretar el mundo y la historia de la humanidad a la luz de Aquel de quien pende y depende nuestra vida. Por Cristo, con El y en El, la humanidad tiene una nueva oportunidad y la Cuaresma tiene que ser un tiempo propicio para volver a mirar nuestra vida y la vida de nuestros próximos desde el querer de Dios que nos descubre su amor pero, al mismo tiempo, nos desvela nuestras negativas al amor de Dios y al amor de nuestros hermanos. Tiempo en el que ha de quedar al descubierto nuestro pecado: nuestra mentira, nuestro sin-sentido, nuestras traiciones y temores, en definitiva, nuestra falta de fe que es falta de confianza en el Dios que nos ha estado amando y nos llama eternamente a su casa, a la vida en El.

          La conversión a la que la Palabra de Dios y la liturgia de la Iglesia Católica nos convocan en el tiempo de Cuaresma consiste en la toma de conciencia del amor de Dios manifestado en nuestras vidas, en todo lo que somos y tenemos y – con ello – a la toma de conciencia de nuestro pecado como postura fundamental contra el amor primero de Dios. Cuaresma es tiempo para el arrepentimiento sincero, para la adecuación de nuestra vida a la vida que Jesús nos propone en su evangelio y para la confianza absoluta en el amor perdonador del Padre.

          Todo esto, en contra de una sociedad aparentemente satisfecha, soberbia, prepotente, engreída, con unas conquistas de la ciencia y la técnica que en vez de acercarnos más para “amarnos los unos a los otros” nos ha dejado encerrados entre muros, llenos de armas más sofisticadas para matarnos más, muy lejos de la vida en el paraíso original para el que fuimos creados.

La Cuaresma es un llamado a construir una sociedad ética y moral. La “amoralidad” (vida sin normas morales) e “inmoralidad” (vida en contra de los principios morales) de tantos, recorre por estos días los caminos del mundo abriendo surcos de violencia, sangre, muerte, crisis, guerras, divisiones, hambre, injusticia, inequidad, miseria, etc…

El sistema teológico cristiano permite a los creyentes en Cristo volver a empezar siempre de nuevo, volver a intentarlo, volver a confiar en el Padre amoroso, dejarnos abrazar por su amor eterno. El Sacramento de la Reconciliación es la experiencia de que la armonía primera siempre es posible, que las relaciones rotas con Dios, con el otro y con la naturaleza pueden curarse definitivamente y que la bondad de todas las cosas queridas por Dios en el primer día de la creación es posible también hoy.

Los invito a vivir intensamente esta Cuaresma 2014 como un espacio-tiempo precioso que la Liturgia Católica nos concede para intentar de nuevo y entre nosotros el paraíso perdido que hizo Dios cuando “vio que todo era bueno”.

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