Por estos días, la
población de los Estados Unidos prosigue su marcha bajo los titulares
noticiosos, la tensión y las protestas por el homicidio por asfixia –así lo
determinó la autopsia- del afroamericano George Floyd a manos del agente
policial Derek Chauvin y con la complicidad de tres compañeros más. Este suceso
opacó, incluso, la noticia de la pandemia por COVID-19, que ya deja miles de
contagiados y de muertos en esta nación.
La vida de un ser
humano es invaluable y la vida de muchos, mucho más. Entonces, ¿por qué, de
repente, en el acontecer nacional, la muerte de uno se vuelve más importante y
más noticiosa que la muerte de miles? Porque la muerte de George Floyd revive
dolorosamente, en las entrañas norteamericanas, el atroz fantasma del racismo:
una tara, una plaga, una terrible pandemia que ha acompañado –desde sus
orígenes– la historia de este país.
Sí. Triste, dolorosamente,
durante toda la trayectoria de nuestro acontecer nacional, hemos tenido que
convivir con la plaga social y moral de la discriminación y la desigualdad
racial. Cierto que Estados Unidos constitucionalmente abolió la esclavitud,
también es cierto que en la presidencia de Lyndon B. Johnson, en 1964, se firmó
y promulgó la llamada Ley de los Derechos Civiles y que son muchas las
conquistas y logros ciudadanos que los llamados grupos poblacionales
minoritarios en esta nación han alcanzado. Y, sin embargo, conviviendo en
paralelo con las formalidades legales y constitucionales, no es menos cierto
que la muerte de George Floyd nos revela nuestras taras, nuestras hipocresías,
nuestras falencias como tejido social y lo mucho que nos queda a todos por trabajar,
construir y lograr en el empeño por una sociedad verdaderamente democrática, es
decir, verdaderamente equitativa, justa, solidaria y humana.
Abolimos la
esclavitud, pero quedó latente su peor secuela: el racismo. Casi seis décadas
después del famoso discurso de Martin Luther King en Washington, la muerte de
George Floyd devela la coexistencia hipócrita de dos naciones en una: la de los
multimillonarios y la de los sin-nada, la de los lujos y la de los ghettos, la
de los que tienen todo y todas las oportunidades y la de los muchos que carecen
de las mínimas oportunidades políticas y sociales para vivir con dignidad.
Porque la inmensa mayoría de los afroamericanos, como la inmensa mayoría de
otras poblaciones de grupos “minoritarios” viven en esta nación carentes de
calidad y dignidad en aspectos esenciales para la vida del ser humano como
educación, vivienda, empleo, salud; sometidos a permanentes abusos legales y
policiales, en medio de injusticia e inequidad en la aplicación de los derechos
y las oportunidades; injusticia e inequidad que segrega, que discrimina, que
margina, que descarta, que atropella, que aplasta, que colma las cárceles y que, finalmente, mata.
Esta plaga moral y
social del racismo es, para nuestra desgracia, un asunto estructural, casi
institucional, sistémico, sistemático y endémico, en el ser y quehacer de los
Estados Unidos. Vale decir: es un asunto enraizado e introyectado en la médula
de esta nación. El racismo funciona y se manifiesta, unas veces sutilmente,
otras descarada y salvajemente, en nuestras estructuras mentales, en nuestras
interrelaciones cotidianas, en nuestro sistema educativo, en la configuración y
paisaje de nuestros planeamientos urbanísticos, en nuestras legislaciones, etc.
En el caso más
reciente, cuatro agentes de la policía, que deberían representar la protección
gubernamental para los ciudadanos, se convirtieron en instrumento vil y brutal
contra la vida de un hombre afroamericano, hasta asesinarlo; para escribir así,
una página más en la cruenta y vergonzosa historia racista de este país.’
En consecuencia,
Estados Unidos ha vivido, ya por dos semanas, manifestaciones públicas de
protesta -legítimamente amparadas por la Constitución- por el asesinato de
George Floyd, a lo largo y ancho del territorio nacional. Y, oprobiosamente, el
papel del presidente Trump, en esta difícil y peligrosa coyuntura, como ya
reiteradamente se ha diagnosticado en esta y en otras ocasiones, no ha sido el
de unir a la población, sino el de dividir y tratar de restarle justificación a
las justas reclamaciones de las protestas públicas, rotulando –entre otros
adjetivos– con el de “terroristas” a los protestantes. Todo esto es más grave,
tratándose de sucesos que ocurren en el país que se erige como ejemplo de
logros políticos, económicos y sociales, y modelo de democracia para el
concierto mundial de las naciones de la Tierra.
Escondidos,
camuflados, infiltrados en las justas protestas hubo quienes desviaron el
propósito primero de las mismas –protestar contra la muerte de George Floyd y
contra el racismo- y se dedicaron a cometer toda clase de desmanes contra la
propiedad privada y los comercios de las ciudades por donde transitaron las
manifestaciones. Abusos que tienen dos implicaciones y consecuencias
principales: el atropello contra una población también minoritaria y
vulnerable, como la mayoría de la población en protesta, que hizo que, en
cuestión de horas, muchos hombres y mujeres pobres perdieran propiedades y
negocios fruto de muchos años de trabajo, esfuerzo y sacrificios. Y, de otra
parte, con dichos comportamientos abusivos validan y aparentemente dan la razón
y justifican el discurso de los racistas de nuestra sociedad.
El asesinato de
George Floyd nos recuerda que hemos fallado y estamos fracasando como sociedad;
que son muchas nuestras conquistas, pero mucho más lo que nos falta por lograr…
y, al mismo tiempo, nos señala el norte hacia el que todos tenemos que avanzar
unidos para lograr una nación verdaderamente igualitaria, libre, diversa,
plural, justa, solidaria, reconciliada, equitativa y democrática. La equidad
racial no puede ser reducida a un “sueño”, a un parágrafo de la Constitución, a
una frustración o a una rabia que esporádicamente se manifiesta públicamente.
La equidad racial tiene que ser una conquista cotidiana de parte de todos y
debe manifestarse en todos nuestros comportamientos, actitudes y relaciones.
Por otro parte, es
esperanzador que sea la población joven la que mayoritariamente se lanzó a las
calles a protestar, porque podemos esperar un futuro mejor de parte de los que
van tomando las riendas de nuestro destino nacional. De cómo se resuelvan todas
las demandas justamente pregonadas en las recientes protestas por la muerte de
G. Floyd dependerá, en mucho, el futuro próximo de esta nación, de su progreso
y bienestar interno y de su rol como líder político de la humanidad.
¡Ya basta! Que la
muerte de Floyd no sea en vano. Mientras… los invito a seguir soñando con
Martin Luther King para que lleguen días en que “los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños
de los esclavos se puedan sentar juntos en la mesa de la hermandad” y a
vivir en un país en el que nadie sea juzgado “por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad” y
para que, en adelante y por siempre, sólo hablemos de una única raza: ¡la raza
humana!
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