Antes de que los Papas Venerable Pablo VI y Beato Juan Pablo II
comenzaran a viajar – iniciativa que
con el Papa Wojtyła se ha hecho rutina
su pontificado – podía uno discutir o interrogarse sobre la popularidad del
papa, o el interés que despertaba en los pueblos latinoamericanos. Lejano,
situado en otro continente, objeto de una catequesis muy insuficiente, que deja
lugar para mitos y prejuicios religiosos, aunque nunca hubo en
Iberoamérica hostilidad o desconfianza
en el pueblo con respecto al Papa, uno podía preguntarse, por otra parte, si el
sucesor de Pedro no era igualmente objeto de indiferencia.
La reciente visita del Papa Francisco a Rio de Janeiro para celebra la
Jornada Mundial del Juventud, donde fue aclamado por más de tres millones de
participantes, nos hace reflexionar sobre la figura del papa en el catolicismo
latinoamericano.
El viaje de Pablo VI a Colombia (1968), aunque muy breve, ya fue una
primera indicación para responder a esa pregunta. El pueblo se vistió de gala,
se echo a la calle, y el país se detuvo durante cuatro días.
El primer viaje de Juan Pablo II
fue a México (país en el cual incidentalmente, la Iglesia de Roma no tenía
existencia jurídica). Pero el país también tuvo que parar, y la TV estatal tuvo
que cubrir íntegramente cada paso de la visita del Santo Padre. Posiblemente la
mitad del pueblo Mexicano vio directamente y escucho al papa. Ello implicaba
siempre arduos desplazamientos a pie, y
a veces noches de espera. El viaje Papal de México a Puebla demoro el triple de
tiempo, pues la carretera, desde el día anterior, quedo aprisionada entre dos
murallas humanas. Solo en Monterrey, en el desértico norte, que no es una
megapolis, el Papa reunió dos millones de personas (cifra gubernamental).
El caso mexicano (considerada la proporción de habitantes) se ha
repetido con características casis exactas, en cada país Latinoamericano que el
papa ha visitado. El Papa Benedicto XVI en su dos visitas a América latina,
Brasil y Cuba fue ampliamente recibido por el pueblo Católico.
Ningún visitante extranjero en la historia, ningún político local desde
la independencia, ninguna concentración deportiva o política o de festejo
nacional, de cualquier tipo, a logrado (ni lograra probablemente) un tal poder
de convocación. Los sociólogos se preguntan porque, e igualmente los expertos en
publicidad, y sobre todo, los desconcertados políticos y gobernantes. Aun
algunos teólogos han quedado perplejos. Se han dado casos (en México, sin ir
más lejos) donde politólogos y sociólogos han pedido reunirse con sacerdotes,
para tratar de entender.
Atribuir la popularidad de Papa en el pueblo Latinoamericana (tan
creyente como insuficientemente evangelizado) al “carisma de multitudes” del
Papa Polaco es una afirmación que nadie sostiene seriamente. Con Paulo VI paso
lo mismo. Tan poco tienen fundamento sostener que el pueblo adhiere a un Papa
más que otro, y que este circunstancialmente, le gusta más. La experiencia dice
que el pueblo Latinoamericano – los cristianos corrientes – no tiene ni
referencias ni formación eclesiástica, ni interés alguno en evaluar a sus
papas. Eso queda para las elites en Latinoamérica, que en América latina
también salen a la calle para acoger el papa de turno. Se trata de la
popularidad del papa como tal.
¿Qué responder a esos perplejos sociólogos y politólogos?
La respuesta es compleja. Envuelve factores psicosociales, ciertamente,
pero el factor clave es el religioso. El olvido de la fuerza convocatoria del
dinamismo religioso es la causa principal del desconcierto de los expertos. Por
de pronto, el pueblo latinoamericano es más o menos Cristiano, y a todo
cristiano le interesa compartir con el papa, y acoge la ocasión de hacerlo como
algo extraordinario, una vez en la vida, que no puede perderse. Agreguemos a
esto los rasgos propios del catolicismo “popular” latinoamericano. Un
catolicismo expresivo, gustoso de actos comunitarios y multitudinarios. Un
catolicismo de lo tangible y de lo simbólico. Y el papa (aparte de su contenido
eclesiológico y doctrinal, que el pueblo a menudo no conoce) es un símbolo
religioso viviente de primera magnitud. Un teólogo diría que es el sacramento
de la unidad de la iglesia y de la sucesión apostólica; el pueblo lo ve en
otros términos. En su intuición religiosa, el papa para él es el “hombre de
Dios” por antonomasia, es la concentración de la religión y de lo sagrado. “Ir a ver al papa” para él, es un sacramento;
ello es coherente además con la tendencia itinerante de su práctica religiosa.
Al factor religioso, fundamental, hay que agregar otros factores, no
siempre separables de él, dada a la unidad en la religiosidad Iberoamérica
entre fe y cultura.
Ciertamente que no hay que menospreciar el elemento de novedad y
contagio en el entusiasmo colectivo que siempre se produce en las visitas del
sucesor de Pedro. Pero hay también otros factores más profundos en el pueblo
latinoamericano y del tercer mundo en general. El papa es un líder religioso
que habla al pueblo no solo de Dios, si no de sus vidas y problemas humanos,
sociales y aun políticos. En la escena
contemporánea (mas en el tercer mundo) donde el discurso público y político a
perdido crédito, donde la demagogia y la manipulación popular son rutina, y
donde la corrupción en el mundo del poder es notoria, la presencia y la palabra
del papa viene a ser (además de la consideraciones de fe) una corriente de aire
fresco que trae verdad, autenticidad, y esperanza. Se verifica de alguna manera
aquello del evangelio que “La ovejas reconocen a su pastor, y reconocen su
palabra”… y los distingue de los falsos profetas y a aprovechadores del rebano.
De cierta manera, desde el ángulo sociopolítico, las multitudes que
acuden al Papa (muchísimos de ellos pobres, marginados y oprimidos) están
indirectamente protestando contras su líderes políticos, financieros y otros, y
están expresándose en una experiencia de libertad y dignidad a las cuales
aspiran.
¿Entiende el pueblo lo que el papa le dice? Seguramente no todo. Pero el
pueblo es intuitivo y conoce con el corazón. Probablemente al ir al Santo Padre
busca no tanto doctrina como inspiración religiosa y de liberación humana, y
sobre todo una experiencia fuerte de Dios, de aquellas que se conservan para
toda la vida, y que justifican, por sí mismas los arduos sacrificios de un
viaje papal.