Dos
mil años atrás, los primeros cristianos, un puñado de hombres y mujeres que habían
seguido y acompañado a Jesús de Nazaret durante su ministerio público,
confiesan alborozados que el Crucificado, “el
que mataron colgándolo de un madero”, les cambió la vida, los sacó de una condición
vieja y los transformó en hombres y mujeres nuevos, con nueva mentalidad, una
nueva manera de ser, estar y obrar en el mundo. Cambio de vida a partir del
cual creen, confiesan, proclaman y celebran que Jesús está vivo, que Cristo ha
resucitado, que la última palabra de Dios-Padre sobre la vida de su Hijo no es
muerte sino vida, que la resurrección de Cristo significa el triunfo de la vida
sobre la muerte, del bien sobre toda manifestación y experiencia de mal en el
mundo, lo cual abre en la historia de la humanidad un horizonte nuevo, una
posibilidad a la esperanza que no muere.
Transformados
por el muerto al que ahora confiesan vivo, precisamente por el cambio de vida
obrado en ellos, los primeros cristianos se lanzan por el mundo a compartir y
predicar con hechos y con palabras la buena nueva de la Resurrección y consignan
por escrito sus confesiones de fe junto a datos históricos que acontecen en sus
pequeñas comunidades creyentes, nuevas, fraternas y eucarísticas.
Todo
lo cual significa que la Resurrección es, antes que un cuerpo doctrinal fundamento
de la religión cristiana, una experiencia de vida nueva, de vida transformada,
de vida abundante y en contra de cualquier manifestación de mal, de pecado, de
muerte. La Resurrección que celebramos es una convicción que sustenta y se
manifiesta en un estilo de vida nuevo por el que los cristianos se comprometen
y esperan en la construcción de un mundo mejor, vale decir, máas divino en lo
profundamente humano.
Contra
toda manifestación de mal, contra toda expresión inhumana y deshumanizadora,
contra toda agresión a lo humano y a la humanidad, contra todo lo que afrenta a
la imagen y semejanza de Dios en sus
criaturas, cada cristiano y el cristianismo – por la Resurrección de Cristo –
se levanta para protestar y proponer la
posibilidad de un mundo más equitativo, más justo, más solidario, más vivible,
más fraterno, más humano.
Resurrección
entonces es una confesión de fe, es una celebración, es la fiesta litúrgica,
pero es - ante todo - el compromiso personal y eclesial de ser cotidianamente
en y para el mundo, un espacio/tiempo de esperanza en medio de la desesperanza,
un signo de alegría en medio de la tristeza, un espacio de misericordia en
medio de tantas formas de egoísmo, división y violencia, una oportunidad para
la paz en medio de la guerra, el dolor y la muerte. Esta es la tarea
evangelizadora de la Iglesia, en esto reside la razón de ser y existir de la
Comunidad Cristiana, esto constituye su identidad y su misión en el mundo.
Nunca
más oportuna, nunca más conveniente pero nunca más comprometedora la
celebración de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo – y de nosotros con
El y en El – en un mundo en crisis, en una sociedad urgida de hombres y
estructuras nuevas, novedosas, transformadas. Nunca como hoy urge vivir y
compartir todo lo que significa confesar que Cristo Vive!.
“Pascua”
es palabra hebrea que significa “paso”: “paso” del mar rojo a la libertad, “paso”
de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, de la vida sin Cristo a la vida
en El, del odio al amor, de la indiferencia al compromiso solidario, de un
mundo sin Dios a un mundo construido para la humanización que es divinización.
Que
la celebración “pascual” de estos días signifique la renovación de nuestro
principal compromiso cristiano de manera personal y eclesial: ser para un mundo
en crisis signos de la vida nueva y abundante que Cristo nos ofrece. Felices Pascuas!