Todos los domingos pero especialmente en el Tiempo de Pascua y de modo especial el Domingo que sucede a la Vigilia Pascual, la liturgia católica conmemora y celebra la confesión de fe que sostiene y da sentido a la religión y a la vida de cada creyente y de la comunidad eclesial: que Cristo Resucitó, esto es, que su anuncio, su mensaje, su proyecto de vida y el Reinado de Dios por El anunciado y presencializado continúan en la vida nueva de los cristianos en Iglesia y en la construcción de un mundo mejor - en la que hemos de vivir empeñados - mediante el cumplimiento de la voluntad del Padre de Jesucristo, nuestro Padre, que consiste en que nos amemos los unos a los otros como Dios mismo nos ama.
El centro y fundamento de la predicación de Jesús, con sus hechos y palabras, su pretensión profética, y la percepción que de su obra tienen sus paisanos y contemporáneos, tal como lo consignan en los textos neotestamentarios, es la instauración del Reinado de Dios anunciado por los profetas y esperado por el pueblo del Antiguo Testamento. Pero contrario a las características guerrero/militares y político expansionistas que tendría el Mesías y con las que contaba el perfil del Esperado, del Enviado a instaurar el Reino de Dios, Jesús hace presente la soberanía de Dios en el mundo mediante el amor de los que se reconocen hijos del mismo Padre y, en consecuencia, construyen el mundo en la paz que brota de la justicia, la paz como suma de bendiciones de Dios para el hombre explicitadas en abundancia de verdad, de compasión, de misericordia, de solidaridad, de pan, de salud, de perdón, de libertad, de nuevas y renovadas oportunidades de vida y no cualquier vida sino una vida abundante.
La Resurrección, confesión fundamental de fe de los primeros cristianos, nace de una transformación de sus vidas operada por el Crucificado: transformación por la que se experimentan, se saben y se confiesan “hombres nuevos”; vida nueva por la que ahora claman a Dios “Padre” y se encuentran con el Crucificado Viviente “al partir el pan” que los alimenta y que los congrega como hermanos en pequeñas comunidades de fe y esperanza en las que saben que han pasado de la muerte a la vida nueva porque ahora se aman los unos a los otros eficazmente, de tal manera que ni uno solo, entre ellos, pasa necesidad.
La pascua cristiana es, por tanto, la celebración del triunfo de la vida sobre la muerte, es la victoria del amor y el perdón sobre el odio y es, por tanto, la apertura a una vida nueva y a un mundo nuevo en el que la convivencia, la reconciliación y todo bien sean posibles mediante el mandamiento nuevo del amor, síntesis del evangelio de Jesucristo, que invita al hombre a un nuevo estilo de vida que consiste no en ahorrar y cuidar la propia vida egoístamente sino en gastarla en favor de los otros como condición para la felicidad o vida eterna que todos buscamos y anhelamos mientras somos peregrinos en la tierra.
Un somero análisis de nuestra realidad actual a nivel internacional y nacional, contrasta, en mucho, con los principios neotestamentarios y evangélicos del Reinado de Dios vivido y anunciado por Jesús y practicado por las comunidades de los hechos de los apóstoles. Las categorías de nuestra sociedad hoy se alejan de aquellas presentadas y sugeridas por el carpintero de Nazareth como una manera más humana de construir el cielo nuevo en la tierra nueva.
Hoy, en los Estados Unidos, vivimos tiempos de profundas crisis, de gran y grave incertidumbre respecto del futuro inmediato: no vivimos en paz debido a los conflictos bélicos en que erráticas políticas gubernamentales nos han embarcado, no sabemos si las personas mayores podrán gozar de los derechos y beneficios de su trabajo en su jubilación o si los servicios médicos actuales podrán continuar teniendo una cobertura la más universal y la más eficaz posible para la población norteamericana, tampoco sabemos si los niños y jóvenes del presente tendrán acceso a educación y a una educación cualificada, etc…. Todo ello, en medio de evidente recesión económica oficialmente no declarada como tal pero con signos evidentes de crisis en la realidad comercial y laboral cotidiana e inmersos en una campaña presidencial muy intensa, extensa y costosa caracterizada por la emergencia de nuevos modelos de candidatos y de nuevos sectores de población electora al vaivén del manejo, siempre interesado y sesgado, que de ésta y de toda la información hacen los Medios de Comunicación Social.
Pero la situación no es mejor ni más esperanzadora en el resto de la tierra: hemos adelantado en la manipulación técnico-científica de la materia pero hemos retrocedido en la tarea humanizadora del hombre y de las comunidades. Así lo muestran las hambrunas, los desplazamientos forzados, las grandes oleadas migratorias, las enormes inequidades entre los pocos hombres y naciones que tienen de sobra para el lujo y el derroche y las enormes masas que no tienen nada, la corrupción administrativa campeante en los sistemas de gobierno y en las grandes corporaciones multinacionales, la violencia de mil maneras y con las más diversas motivaciones, la falta de oportunidades humanas y sociales elementales para la mayor parte de la población mundial tales como el acceso a la nutrición, a la vivienda, a la salud, a la educación, al trabajo.
Desde nuestra visión cristiana del hombre, del mundo y de su historia, este desalentador panorama hunde sus raíces en el pecado que es el odio, la injusticia, la avaricia desmedida y el hedonismo de una cultura que privilegia la sabiduría del mundo sobre la sabiduría del Reinado de Dios, que da las espaldas a Dios para que primen los caprichos mezquinos del hombre sobre su voluntad creadora, paternal y misericordiosa.
Pero es en esta misma realidad inhumana e injusta en la que los cristianos tenemos que preguntarnos por el legado de Jesús de Nazareth en la vida de los creyentes, por la presencia de los valores del evangelio en el mundo, por el fermento en la masa, por la eficacia de la tarea evangelizadora de la Iglesia. Esta realidad carente de la luz del evangelio lejos de amilanarnos nos desafía, desde la Pascua de Cristo, a construir la pascua del mundo: paso de las tinieblas a la luz, del desamor al amor, de la no aceptación de las diferencias a la reconciliación en el dialogo fraterno, del apego a lo temporal al anhelo de lo eterno, de lo corrupto y corruptible a lo nuevo y trascendente, de la muerte en mil formas a la vida abundante que Dios nos ofrece en el Resucitado.
Entonces hoy, más que nunca, cobra significado la celebración de la Resurrección de Cristo como desafío a los cristianos y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad para construir, con los criterios del Reinado de Dios, el mundo nuevo que anhelamos y la tierra nueva que esperamos como espacio/ tiempo posible para las futuras generaciones.
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