Durante la visita de Benedicto XVI a los Estados Unidos con ocasión de la clausura de las celebraciones por el Bicentenario de la fundación de la Arquidiócesis de Nueva York, el Papa fue invitado por el Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para visitar la Sede central de la Institución y para dirigir un Mensaje a los cuerpos diplomáticos de los países que están representados en ella. Esta visita ocurre en año de las celebraciones por el Sesenta Aniversario de la promulgación de la Carta Magna de la ONU: La Declaración Universal de los Derechos Humanos, documento que fue el resultado de una “convergencia de tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad y de considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la religión y de la ciencia”.
Esta visita, como el Papa mismo lo expresó en su alocución, es un reconocimiento y una inyección de vitalidad de parte de la Iglesia Católica a la original función de la Organización de las Naciones Unidas como “Centro que armonice los esfuerzos de las Naciones por alcanzar los fines comunes de la paz y el desarrollo…. la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria. (Fines que) expresan las justas aspiraciones del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían estar subyacentes en las relaciones internacionales”. Institución que, a pesar de sus “errores históricos” es, en la actualidad y en medio de una sociedad globalizada, el mayor foro de representación mundial y organismo fundamental para la promoción y defensa de la dignidad de la persona humana en todos los rincones de la tierra. Foro mundial en el que “la Iglesia está comprometida a llevar su propia experiencia "en humanidad", desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura, y a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad internacional”.
“Mi presencia en esta Asamblea - dijo el Papa - es una muestra de estima por las Naciones Unidas y es considerada como expresión de la esperanza en que la Organización sirva cada vez más como signo de unidad entre los Estados y como instrumento al servicio de toda la familia humana. Manifiesta también la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia aportación a la construcción de relaciones internacionales en un modo en que se permita a cada persona y a cada pueblo percibir que son un elemento capaz de marcar la diferencia. Además, la Iglesia trabaja para obtener dichos objetivos a través de la actividad internacional de la Santa Sede, de manera coherente con la propia contribución en la esfera ética y moral y con la libre actividad de los propios fieles. Ciertamente, la Santa Sede ha tenido siempre un puesto en las asambleas de las Naciones, manifestando así el propio carácter específico en cuanto sujeto en el ámbito internacional. Como han confirmado recientemente las Naciones Unidas, la Santa Sede ofrece así su propia contribución según las disposiciones de la ley internacional, ayuda a definirla y a ella se remite”.
No obstante, en su discurso el Papa no dejo de señalar las imperfecciones de la Organización ni los desbalances, injusticias e incongruencias que la Iglesia, iluminada por el Evangelio de Jesucristo, descubre en las realizaciones de la Organización y, especialmente, en el tema de las relaciones bilaterales e internacionales. Por ello el Papa exhortó a los gobernantes de todas las naciones allí representadas a “redoblar los esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su íntima unidad”. La ONU, una Organización que cobra mayor importancia “en un tiempo en el que experimentamos la manifiesta paradoja de un consenso multilateral que sigue padeciendo una crisis a causa de su subordinación a las decisiones de unos pocos, mientras que los problemas del mundo exigen intervenciones conjuntas por parte de la comunidad internacional”.
La tarea de la cual la Iglesia Católica se sabe administradora, consiste, según la voluntad de su fundador en “ir por todo el mundo predicando la Buena Nueva.” que nos permita construir un mundo fraterno en el reconocimiento de que somos hermanos, hijos del mismo Dios y Padre de todos. “La Iglesia, entonces, se alegra de estar asociada con la actividad de esta ilustre Organización, a la cual está confiada la responsabilidad de promover la paz y la buena voluntad en todo el mundo”. Así, función de la ONU y misión de la Iglesia en el mundo no son tareas que se oponen sino que, esperanzadoramente, se complementan.
Finalmente, los cristianos, iluminados por el Evangelio y asistidos por el Espíritu, hemos de anteponer al concepto laico de “globalización” el concepto y la experiencia cristiana de “catolicidad”, es decir, de “universalidad” y la Iglesia Católica, especialmente en los Estados Unidos, ha de erigirse en Casa de la misma familia de los hijos de Dios en la que todos caben y en la que todos – con las más diversas lenguas como en el primer pentecostés - encuentran una única mesa: la del mundo, con un pan partido: el de la Eucaristía.
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