Hablar de la espiritualidad de Jesús de Nazaret supone emprender un trabajo heurístico, exegético y hermenéutico que consiste en la aproximación a las fuentes bíblicas que nos hablan de su persona, de su ministerio, de su proyecto de vida, de su evangelio, de sus anuncios, de sus denuncias, de sus conflictos, de su pasión, muerte y resurrección. Y entre las fuentes bíblicas hemos de internarnos especialmente en los textos del Nuevo Testamento y, más específicamente, en los mismísimos hechos y palabras de Jesús tal como fueron vistos y/o escuchados, recordados y mantenidos en la memoria de la tradición oral hasta ser consignados por escrito por las primitivas comunidades cristianas autoras de los evangelios como nos han llegado hasta hoy, vividos e interpretados – además - por la tradición ya milenaria del cristianismo y de la Iglesia en la historia.
El trabajo hermenéutico consistirá especialmente en que, mediante una lectura “inteligente” de la Biblia, seamos capaces de distinguir en ella los “datos históricos” de las confesiones de fe que – a la luz de la Pascua - fueron hechas por los cristianos sobre la persona y obra de Jesús de Nazaret.
El trabajo exegético que busca indagar sobre las claves de la espiritualidad de Jesús ha de tener en cuenta, entre otros aspectos, que no todos los textos escritos sobre Jesús llegaron hasta nosotros y que no todo lo que Jesús dijo e hizo quedo consignado por escrito (Jn 21,25).
Hechas estas aclaraciones preliminares sobre la manera como nos aproximamos a las fuentes neo-testamentarias conviene advertir, además, que el vocablo “espiritualidad” ha ido perdiendo su original contenido, se ha ido desfigurando su sentido y corrompiéndose su valor de tal manera, que ha devenido en significar un asunto “Light”, un término usado – y no pocas veces manoseado – desde la astrología hasta el Budismo Zen, desde los “mantras” hinduistas hasta todo el diverso mercado religioso “New Age”. Espiritualidad se refiere así a un asunto alejado de la realidad o que, en el peor de los casos, nos ayuda a escapar de ella, de su cotidianidad. Algo – por ello mismo - inútil y banal; sobre todo, cuando vivimos inmersos en una sociedad que maximaliza y privilegia lo tangible, lo pragmático, lo útil, lo “material”.
También, la espiritualidad – errónea y últimamente – se vincula a un asunto pertinente y solo manejado por grupos o instituciones religiosas y por quienes en ellas militan y practican. Inclusive, “espiritualidad” ha llegado a significar un asunto opuesto a la práctica religiosa institucionalizada de tal manera que hay personas que se dicen no religiosas (no asiduas a ninguna institución religiosa) pero profundamente “espirituales”.
Quisiera que aquí, de la manera más elemental y directa, entendiésemos por “espiritualidad” las motivaciones más profundas de cada ser humano que alientan y motivan todo su ser, estar y obrar en el mundo. La espiritualidad es así, el peregrinaje que cada ser humano hace – o tiene que hacer – al interior de sí mismo en búsqueda de su propia esencia, de su razón de ser y existir. Itinerario y camino que genera un encuentro con el bien, es decir, con las tendencias divinas que hay en nosotros por ser creaturas de Dios. Encuentro que integra toda nuestra vida y da sentido y dirección a nuestros hechos y palabras, a nuestra cotidianidad en el mundo; inaugura e introduce un nuevo significado en las relaciones que establecemos con los otros y con el Trascendente. La espiritualidad es, entonces, una toma de conciencia, una cosmovisión que se manifiesta en una manera de ser y estar en el mundo. Es una actitud, un estilo de vida que se concreta – y da frutos - en hechos y palabras.
La “espiritualidad” desencadena en el hombre un compromiso como protagonista de la historia y constructor de un mundo mejor de acuerdo a una criteriología, a una determinada escala de valores. Cuando el hombre prescinde de la espiritualidad que lo alienta o abandona la tarea de encontrar su propia espiritualidad entonces la vida pierde sentido.
El episodio bíblico del Bautismo de Jesús – como el de la Transfiguración - ilumina bien cuando de buscar las claves o el fundamento de la espiritualidad de Jesús se trata. En ambos casos, la voz desde la nube dice “este es mi Hijo amado” (Mt 3,27; Mc 9,7)
Si en el Antiguo Testamento Dios se revela como “El que Soy”(Ex 3,14-15, Is 43,11; 45,5, 48,12), en el Nuevo Testamentó de Jesús, Dios sale de sí (ad extra) y va al encuentro salvífico de todo hombre para revelarse como Padre. Por eso, la revelación de Dios es ante todo “Buena Nueva”(Mt 4,23) gozosa y esperanzadora noticia que colma al ser humano de confianza, de esperanza, de vida eterna, plena, abundante, de felicidad: “He venido para que tengan vida y que la tengan en abundancia” (Jn 10,10)
Y entonces lo más original y novedoso pero, al mismo tiempo, lo más propio y cotidiano en la vida y enseñanza de Jesús es que llame a Dios “Abba”(Gal 4,6). Así, si Dios vive para Jesús y para todo hombre como Padre “misericordioso” (Lc 6,36) “que hace salir el sol sobre malos y buenos” (Mt 5,45) Jesús se dedica fiel e incondicionalmente a vivir para Dios como Hijo: “verdaderamente este era el Hijo de Dios” (Mc 15,39) haciendo siempre su voluntad (Lc 3,49; Mt 26,39) que consiste en amar y servir a todos como hermanos: “Un mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros...No he venido para ser servido sino para servir” (Mt 20,28).
De donde, la espiritualidad de Jesús no surge ni se apoya en la estructura religiosa de su pueblo, ni siquiera en las escrituras, tradiciones o el culto de su tiempo a los que muchas veces critica: “Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas que pagan el diezmo de la menta, del aneto y del comino y descuidan lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe” (Mt 23,23) “Ustedes han hecho de la Casa de mi Padre una cueva de bandidos” (Jn 2,16). La espiritualidad de Jesús se funda en una experiencia novedosa: la certeza de que Dios es “su” Padre y “nuestro” Padre (Jn 20,17; Mt 6,9) la certeza de saberse gratuitamente (Jn 15,16; Mt 10,8; Mt 17,26) “Hijo muy amado de Dios”, sin más requerimientos de preceptos ni de ritos previos, sin necesidad de sacrificios u holocaustos. Todo lo cual explicará después, durante el ejercicio de su ministerio, su independencia, audacia y libertad profética frente a las tradiciones, preceptos, leyes, culto y frente a quienes detentan el poder social y religioso: “Vayan y díganle a ese zorro…” (Lc 13,32), “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36).
Así, la espiritualidad de Jesús, su toma de conciencia más íntima, el aliento de toda su existencia, proyecto y ministerio nace de la experiencia que tiene de Dios. Distingo y opongo aquí la palabra “experiencia” a un conocimiento meramente gnoseológico, nemotécnico, conceptual, racional de Dios. Los antepasados de Jesús en el Antiguo Testamento confesaron rasgos de Dios según cada experiencia que tuvieron de El en cada distinto momento de su historia como pueblo. Así, en tiempos de éxodo lo confesaron “Liberador” y en tiempos de reyes lo confesaron “Rey”; en tiempos de sacerdotes lo confesaron “Santo” y en tiempos de batallas lo confesaron “Dios de los ejércitos”, en tiempos buenos lo confesaron “nuestro Dios” y en tiempos malos le reclamaron el “olvido de la alianza”, etc.…
Es decir, que los rasgos conocidos y confesados de Dios en el Antiguo Testamento nacen y se fundan en una experiencia histórica concreta.
Jesús, como sus antepasados, tiene y hace de Dios una personalísima experiencia y descubre y confiesa de Dios – del mismo Dios del Antiguo Testamento – el rasgo de Padre compasivo y misericordioso (Cfr. Lc 15; Mt 20,15; Mt 18,33).
La experiencia de la “paternidad” de Dios y de su consecuente “filiación”, marca todo el temperamento, la personalidad, las actitudes, las posturas, las opciones, los hechos, las palabras, los riesgos, la pasión, muerte y resurrección de Jesús. En adelante, a partir de la toma de conciencia de Dios como Padre, Jesús se dedica a vivir como Hijo, a amar y servir a todos como hermanos, hijos del mismo Padre, por que “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Esta experiencia integra todas las facetas conocidas de lo que llamamos el “ministerio público” de Jesús de Nazaret. La certeza de que Dios es Padre es el aliento de su vida, su razón de ser, de estar y obrar en el mundo, es decir, la paternidad de Dios es la clave y fundamento de su espiritualidad, llevada hasta las últimas consecuencias. (Mt 27,46).
En una elemental lectura del Nuevo Testamento es claro que, en Jesús, Dios es una experiencia histórica y cotidiana y nunca un concepto. Por ello, Jesús no predica un cuerpo doctrinal o filosófico sobre la manera de ser Dios al interior (ad intra) de sí mismo o sobre la manera de concebirlo sino que propone una “Buena Noticia” una nueva manera de ser y estar en el mundo a partir de la certeza de que Dios es Padre de todos y de que el hombre es amado por Dios como “hijo”: “Tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31); de donde se deriva el compromiso de construir un mundo según relaciones de amor, es decir, de libertad, de solidaridad para la justicia, de reconciliación por el perdón para la paz.
La certeza de que Dios es Padre configura en Jesús un estilo de vida como “Hijo” que se manifiesta en alegría, dicha, esperanza, humildad obediencia y confianza en el amor del Padre. La paternidad amorosa de Dios es en la vida de Jesús una presencia permanente, cotidiana (Lc 5,16; Mc 6,46) que lo “anima” a vivir como Hijo.
Si bien Jesús asume y respeta las anteriores confesiones de fe vetero-testamentarias descubiertas y hechas sobre Dios se distancia de sus antepasados en cuanto que no propone ni propugna por un “sistema religioso" sino que predica una nueva y fecunda manera de ser y estar en el mundo, un nuevo estilo de vida, el de los hijos de Dios: porque ahora no somos siervos ni esclavos sino hijos, con la libertad de los hijos (Jn 15,15; Rom 8,21; Mt 17,26). Vida de hijos que responde a la ancestral pregunta por la incesante búsqueda de felicidad que palpita en cada ser humano: qué tenemos que hacer para alcanzar la vida eterna? (Lc 18,18 ; Lc 10,25).
Así, mientras el “sistema religioso” en el pueblo y en tiempos de Jesús busca dar gloria a Dios mediante el cumplimiento estricto y externo de preceptos, ritos y leyes, Jesús intenta asociar la vida de Dios con la del hombre y aproximar el hombre a la vida de Dios. La preocupación primera y fundamental de Jesús es el hombre y su bien-estar en el mundo desde la perspectiva divina, desde el horizonte de comprensión o cosmovisión de un Dios que es Padre cercano y bueno: “Por tanto, vayan y aprendan lo que significa quiero misericordia y no sacrificios”. (Mt 9,13; Mt 12,7).
Es claro, leyendo los evangelios, que esta “buena noticia” es entendida y seguida más pronto y más fácil - ayer y hoy - por quienes más necesitan de la misericordia de Dios: los pecadores, los marginados por el sistema socio-religioso establecido, los publicanos, los enfermos, las mujeres, los niños, los pobres y empobrecidos en las más variadas circunstancias… Son los que se acercan a “escuchar” a Jesús (Lc 15,1), a beneficiarse de la misericordia de Dios manifestada en las palabras y obras del Hijo.
Un segundo grupo en el auditorio de Jesús, que presenta el Nuevo Testamento, integrado por sumos sacerdotes, escribas, fariseos, ancianos, autoridades, etc.… del pueblo, detentores del poder social – que en ese momento se identifica con el poder cultual y religioso en el Templo – se acercan a Jesús para “ponerlo a prueba” (Mt 22,15s) o para encontrar pretextos y así “quitarlo de en medio”. Y es que Jesús, en su tiempo y en su pueblo se convirtió en una amenaza contra todo el statu quo que identificaba lo político-legal con lo sagrado y cultual.
Jesús llama a los hombres de su tiempo y a todo hombre y mujer de buena voluntad, a una vida digna y feliz, una vida de hijo de Dios. Jesús experimenta a Dios como un Padre preocupado por la suerte de sus hijos especialmente de los hijos más necesitados. Un Padre bueno, que corre al encuentro de sus hijos y conmovido los abraza y los colma de besos, bienes y bendiciones (Cfr. Lc 15,20; Lc 10,30s) Por ello, Jesús incluso viola leyes sagradas como la del sábado con tal de favorecer al hombre (Mt 12,1s; Mt 12,10s).
Podemos decir que la espiritualidad de Jesús es una Antropología iluminada por la Teología o una Teología concretada en una Antropología. Mejor, la espiritualidad de Jesús es una Antropología Teológica. En la espiritualidad de Jesús el amor que Dios nos da cotidianamente ha de manifestarse en el amor de los unos por los otros porque “con la medida que midáis seréis medidos” (Mt 7,2) y el culto que hemos de dar a Dios acontece en la ofrenda de nuestras vidas al servicio – con obras - de los hermanos, especialmente de los más necesitados. Por ello deja tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano (Mt 5,23). Más aun, este criterio, este estilo de vida, esta espiritualidad de hijo de Dios y hermano de los hombres define nuestra salvación o condenación: “Porque tuve hambre y me disteis de comer… En verdad os digo, cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos mas pequeños a mi me lo hicisteis” (Mt 25, 31s). Entendiendo por salvación nuestra felicidad en el aquí y ahora que se prolonga en el más allá de la historia.
Más aún, las relaciones humanas y la construcción del mundo como un espacio posible de felicidad para el hombre, para todos los hombres, como un “cielo nuevo en una tierra nueva” (Is 66,22) son, según Jesús, la medida de nuestra relación con Dios. Por lo que el lugar de culto a Dios ya no es el Templo sino cada ser humano, ya no el templo de piedras muertas sino el templo de piedras vivas: “No sabéis que sois templos de Dios?” (1 Cor 3,16; 1 Pe 2,5).
Todo lo anterior explica bien que Lucas, junto a todos los primeros cristianos, hayan aplicado a Jesús y a su misión las palabras de Isaías cuando lee aquel pasaje que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mi y me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,16).
Jesús, pues, no invita a buscar a Dios como una tarea de corte intelectual e intimista y pietista sino que invita a la construcción del reinado de Dios: “Busquen primero el reinado de Dios y su justicia” (Mt 6,33); es decir, la Soberanía de Dios en la historia. Buscar el reino de Dios es construir espacios de vida en el mundo donde Dios sea soberano en la medida en que los hombres se aman como hermanos en el reconocimiento de que son todos hijos de Dios que es Padre bueno, compasivo y misericordioso (Lc 11,13). Espacios que son profundamente “divinos” cuando son profundamente “humanos”, es decir, si contribuyen a una vida más digna y feliz para todo hombre que viene a este mundo. Todo lo cual supone justicia, solidaridad, libertad, paz y pan.
Por ello, también, cuando invita a la conversión, es decir, al “regreso” a la casa de Dios, insólita y escandalosamente para el auditorio de su tiempo, Jesús invita a “regresar” al hermano y a construir condiciones de justicia: “Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres y si engañé a alguno le devolveré cuatro veces más” (Lc 19,8). Así, según Jesús, la “santificación” del mundo sucede cuando acontece su “humanización”.
A esta experiencia espiritual es a la que Jesús nos invita e invita a sus discípulos de todos los tiempos. Más aún, la novedad de nuestra vida cristiana se autentica, según lo entendieron los primeros cristianos y así lo vivieron, celebraron, confesaron y consignaron por escrito (Cfr. Hc 2,42; 4,32), cuando somos capaces de llamar a Dios Padre (Gal 4,6) y de amarnos los unos a los otros como hermanos, pues “sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1 Jn 3,14s). Es decir, cuando somos capaces de vivir en y por la misma espiritualidad de Jesús.
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