La Semana Santa es la Semana Mayor de los cristianos. En ella, especialmente en el llamado “Triduo Pascual”, los cristianos conmemoramos y celebramos en apretada síntesis los acontecimientos que, acaecidos en la vida de Jesús de Nazaret, constituyen los pilares en los que se fundamenta nuestra fe cristiana: su pasión, su muerte y su resurrección. Porque, como dice el Apóstol Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe y vana también nuestra predicación”.
El pórtico de la Semana Santa es el Domingo de Ramos: la conmemoración de la entrada de Jesús a Jerusalén y la lectura del drama de la pasión y muerte de Jesús constituyen un anticipo de lo que conmemoramos días después en el Triduo Pascual: la pasión y condena del inocente, su muerte con la que refrenda un estilo de vida que El mismo vive y predica como sinónimo de felicidad: dar la vida por los que amamos sin cuidarla egoístamente porque “el que guarda su vida la pierde pero el que entrega y gasta su vida por el evangelio la salva y gana para la eternidad…” y la resurrección, con la que Dios-Padre convalida todo la vida y obra de Jesús de Nazaret como “el camino, la verdad y la vida” que Dios quiere y sugiere, en Jesús, para todo hombre y mujer de buena voluntad.
La vida toda de Jesús, especialmente en la liturgia católica de la Semana Santa, se nos propone como un modelo de humanidad, como la vocación primera a la que hemos de aspirar todos los que nos reconocemos criaturas e hijos de Dios-Padre en Jesucristo; pues “el misterio que es el hombre se esclarece en el misterio del verbo encarnado: Jesucristo”. (GS 22)
Así, hoy como ayer, las esperanzas, el dolor, el sufrimiento y el mal que todo hombre experimenta en la tarea cotidiana de ser hombre y mujer, queda - especialmente en la Semana Santa y concretamente en Jueves y Viernes Santo – iluminada por el dolor y los padecimientos del de Nazaret quien, confiadamente, pone su vida y destino en las manos del Padre (“…pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” ) al mismo tiempo que la Vigilia Pascual, ilumina nuestra sed de infinitud, nuestra esperanza, nuestro anhelo de trascendencia, nuestros sueños de vida plena, nuestras proyecciones respecto de un futuro que no se agota en el aquí y ahora de la historia espacio-temporal.
Porque la Resurrección, confesión de fe sobre el triunfo de la vida sobre la muerte en Jesús, es – al mismo tiempo - confesión en que en el destino último y definitivo del hombre no triunfa la muerte sino la vida, no triunfa la desesperanza sino la esperanza, no triunfa el mal sino la bondad misericordiosa de Dios. Pero esta confesión de fe nos empuja y compromete a construir con nuestros hechos y palabras, con todas nuestras actitudes y comportamientos espacios de vida abundante en el aquí y ahora de nuestra historia. La vida plena que esperamos en el más allá comienza en el más acá de nuestras esperas cotidianas. El cielo nuevo ha de empezar por una tierra nueva.
La Semana Santa retrata, como ningún otro tiempo litúrgico, la paradoja y misterio de la vida humana en la concreta vida de Jesús de Nazaret y, con ello, toda la paradoja del misterio cristiano que es poder desde la debilidad y que es salvación desde la locura que supone el madero de la cruz. Porque nosotros – como dice – Pablo predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para el mundo pero para nosotros “poder y fuerza”.
Que de esta Semana Santa, conmemorando lo vivido por Jesús y lo acontecido con El dos mil años atrás, saquemos poder y fuerza que ilumine nuestras historias personales y comunitarias y nos abra en esperanza a la celebración de la Pascua litúrgica y de la Pascua definitiva que esperamos y vamos construyendo en el ya pero todavía no de nuestra historia presente.
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