viernes, 19 de septiembre de 2008

La Fuente de la Espiritualidad Cristiana
Una lectura de “el Padre Nuestro”

En un encuentro como éste, en el que se me ha pedido compartir con ustedes una reflexión sobre la fuente de la espiritualidad cristiana conviene, primero que todo, definir los términos principales en el título del tema que nos ocupa. Es decir, definir qué entendemos por “espiritualidad” y qué es lo específico “cristiano”, en la vida de un creyente en Cristo.

El término “espiritualidad” se refiere – en todos los estados, situaciones, estilos de vida y credos - a una “toma de conciencia” reflexiva sobre lo más íntimo y más propio del mismo ser humano que la realiza, de su más íntima y honda identidad personal y de su razón de ser en el mundo. En dicha toma de conciencia – realizada según diversos métodos a lo largo de la historia de la humanidad y especialmente de las grandes religiones – el ser humano, volcado sobre sí, termina abriéndose al mundo que lo circunda, a los otros, a lo divino y respondiendo a grandes interrogantes sobre el origen, misión y destino final de su propio ser y existencia y de la de los demás. Por ello, digámoslo sólo de paso, de estas sucesivas tomas de conciencia personales y/o comunitarias, nacen - y, al mismo tiempo, de ellos se nutren - los sistemas filosóficos y teológicos.

En el caso de la religión cristiana, este viaje a la interioridad del hombre y sus circunstancias, se realiza mediante lo que llamamos “oración”, entendida ésta como una toma de conciencia del propio ser humano que – abierto al mundo y al Trascendente - resulta percibiéndose y reconociéndose como creatura, como ser finito, como dependiente de una presencia amorosa creadora que todo lo invade, que todo lo circunda, que todo lo llena, a la que llamamos “Dios”. Toma de conciencia que genera, en quien la realiza, un particular “estilo de vida”. Es decir, que la “toma de conciencia” en la oración cristiana que parecería, en un primer estadio, un asunto meramente gnoseológico, intelectual, se transforma luego, y a partir de ella, en una práctica cotidiana de vida, con sus propias y definidas características y validada o invalidada por los frutos.

Y si decimos, que en la vida cristiana la toma de conciencia o “espiritualidad” se realiza mediante la oración, el episodio y enseñanza del “el Padre nuestro” por parte de el mismo Jesús a sus discípulos, tan conocido por todos y presente en los evangelios de Mateo (6, 9 -13) y Lucas (11,2 - 4), es - evidentemente - el que más ayuda cuando pretendemos reflexionar y responder a la pregunta por la identidad, por lo específicamente “cristiano” en la vida de los hombres y mujeres creyentes en Cristo.

Baste por ahora notar que el padre nuestro Mateano se encuentra inserto en el discurso evangélico conocido como “el Sermón del Monte”; el cual, dicen los exegetas y hermeneutas bíblicos, recoge y contiene la mayor cantidad “de las mismísimas palabras del Señor”, tal como Jesús debió pronunciarlas en su momento y, por ello mismo, la sección evangélica menos “contaminada” tanto por la mentalidad veterotestamentaria presente aún en los autores de los evangelios (judíos recién convertidos) como por la “intencionalidad teológica” o plan del evangelista o de la comunidad cristiana que nos transmitió el texto bíblico.

El Padre nuestro Lucano, por su parte, responde a la solicitud que uno de sus discípulos, viéndole - como otras tantas veces - orar, hace a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”. Lo cual puede leerse también como: “Señor enséñanos tu secreto, el secreto de tu intimidad, de tu “espiritualidad”, la fórmula más íntima de tu vida en relación con Dios, con el mundo y con los demás… Señor, enséñanos tu toma de conciencia más profunda de la cual manan y desde la cual se entienden tu relación con Dios, toda tu experiencia cotidiana de vida, tus hechos y tus palabras….” Según esta interpretación, “el Padre nuestro” es, entonces, el condensado y síntesis de la mismidad de Jesús, de su esencia interior, de su “espiritualidad”, de todo el Evangelio, de los evangelios, de todo el Nuevo Testamento y, por ello mismo, “el Padre nuestro” se convierte en norma de la espiritualidad de quien se sabe discípulo de Cristo.

Así pues, me propongo aquí hablar sobre la espiritualidad del cristiano desde la espiritualidad de Jesús. Me propongo disertar sobre la “espiritualidad cristiana” reflexionando sobre la espiritualidad de Jesús de Nazaret implícita y hecha síntesis elemental pero fundamental en “el Padre nuestro”. Aceptando que “el Padre nuestro”, como todo texto humano, es susceptible de diversas miradas o enfoques dependiendo del contexto desde el cual se realiza la lectura, quiero aquí - como especial aporte y énfasis en el Año Paulino convocado recientemente por Benedicto XVI y en el que nos encontramos - referirme a la lectura asumida, vivida, padecida, reflexionada, predicada y sistematizada que de Jesús, de su Evangelio, hecho síntesis en “el Padre nuestro”, hizo el apóstol de Tarso y que hoy podemos intuirla, sospecharla y saborearla en su “Teología” consignada en sus escritos.

Padre…

Nunca antes en la historia hombre alguno llamó de esta manera a Dios o se relacionó así con el Creador. “Abba”: “Padre”, es un término hebreo que reviste total confianza, total dependencia, total ternura. Llamar a Dios “Padre” significa, además de una profanación en la mentalidad bíblica del momento, inaugurar una nueva imagen de Dios pero, especialmente, un nuevo tipo de relación, de ligazón, de “religión” con Dios. Tratar, vivir, revelar y anunciar a Dios con rostro, rasgos y tratamiento de “Padre”, distinto – y en algunos casos hasta contradictorios con los rasgos de Dios confesados en el Antiguo Testamento - es el aporte más novedoso de Jesús, su mejor y mayor “Buena Noticia” para el mundo. El Dios del Antiguo Testamento revelado en Jesucristo es “Padre” y toda novedad implica, simultáneamente, una ruptura con el pasado.

Años después de la experiencia histórica de Jesús de Nazaret testificada por sus discípulos y cuantos le conocieron, vieron y escucharon personalmente, Pablo de Tarso dirá que la vida del cristiano se caracteriza por “poder llamar a Dios, como Jesús mismo lo hizo, Abba, Padre”: “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba, Padre!. De modo que ya no eres esclavo sino hijo…” (Gal 4,6ss),

Vida de hijos!

Por lo tanto, somos “hijos de Dios”. Al tratamiento y revelación de Dios como “Padre” corresponde, en consecuencia, un reconocimiento de nuestra filiación divina. Jesús llama a Dios Padre porque se reconoce su “Hijo” y se le confiesa, en todo el Nuevo Testamento, como “el Hijo”: “Este es mi Hijo amado….” (Mt 3,17), “Nadie conoce al Padre sino el Hijo…” (Mt 11, 27)

Jesús nos enseña a relacionarnos con Dios como “Padre” y, a ello, corresponde, un estilo de vida cotidiana de “hijos” semejantes al “Hijo”: “Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Vida de “hijos” que se caracteriza por la humilde obediencia, la incondicional confianza en el poder y la compasión del Padre, la gratitud con el Padre y la alegre esperanza en el poder y el amor del “Padre bueno del cielo”: “Subo a mi Padre y vuestro Padre…” (Jn 20, 17), “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…” (Mt 6, 32), “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados…” (Mt 10,30)

Más aún, podríamos decir aquí que “las Bienaventuranzas” describen bien el perfil y el programa de vida de uno que tiene “espíritu de pobre”, un hijo, un discípulo, uno que ha reconocido en su vida a Dios como Padre y - manso, misericordioso, limpio de corazón y con hambre y sed de justicia - se convierte en perseguido, trabajando por la paz, a ejemplo del mismo Hijo Jesús.

Todo lo cual significa que Jesús, al tiempo que revela a Dios como “Padre” revela y eleva al hombre a la condición de vida y dignidad de “hijo” de Dios.

Pablo – como Jesús mismo - entiende que esta novedosa condición y vida de hijo, y el “hijo”, según Pablo, es el “hombre nuevo”, el hombre resucitado, el hombre en Cristo - difiere enormemente de la vida de “esclavo” anterior al acontecimiento Cristo: “No os llamo ya siervos porque el siervo no sabe lo que hace su amo…” (Jn 15,15), “…para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios…” (Rm 8,21), “Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava sino de la libre” (Gal 4,31), “Por tanto, libres están los hijos.” (Mt 17,26). “Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8,2ss).

La espiritualidad cristiana, entonces, define y acompaña en el hombre una vida con estilo propio: el estilo de vida de los “hijos de Dios”, el mismo estilo de vida vivido y enseñado por el Hijo (con mayúscula): Jesús de Nazaret.

La espiritualidad cristiana es, con lo dicho hasta aquí, un itinerario, un seguimiento, una discipulatura que consiste en hacernos hijos semejantes al Hijo para, por El, con El y en El, llegar al Padre y hacernos “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26): “El que me ha visto a Mi ha visto al Padre” (Jn 14,9), “Sed pues imitadores de Dios como hijos queridos…” (Ef 5 ,1), “Para que seáis hijos de vuestro Padre celestial…” (Mt 5,45)

Es a este camino de ir haciéndonos semejantes al Hijo al que la Teología llama proceso de “Cristificación” (hijos en el Hijo) hasta poder gritar como Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

Y cuando esta vida se va logrando en el “ya pero todavía no” de nuestra historia cotidiana, personal y comunitaria, va ocurriendo - al mismo tiempo - el proceso de “Trinitización”: la humanidad entera se encamina, entra, llega al Padre, por el Hijo, en el Espíritu y todo el Cosmos, “ la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8,22) hasta que ésto suceda”, hasta “que “ Dios sea todo en todo” (1 Cor 15,28).

La espiritualidad cristiana, digámoslo de la manera más directa, es un itinerario, un estilo de vida, que consiste en hacernos semejantes al Padre, compasivos y misericordiosos como El mismo, “que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45), haciéndonos semejantes al Hijo. Esta es nuestra vocación primera, esta es nuestra primera llamada, nuestra más importante tarea intra-histórica: “hacernos hijos de Dios” (Jn 1,12)

Nuestro…

Y si los que recitamos “el Padre nuestro” decimos “nuestro” eso significa que somos todos hijos del mismo Padre y, en consecuencia, “hermanos”. Al reconocimiento de Dios como “Padre” corresponde el reconocimiento de que somos sus “hijos” y, entonces, “hermanos” entre nosotros.

La espiritualidad cristiana por ello pide y predica una relación fraterna con todos… Más aún, en la relación/religión con los otros se encuentra la medida “cristiana” de la relación/religión con Dios: “ Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda “ (Mt 5, 23-24. Por tanto, “Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo’ (Lc 6,36), porque “Con la medida que midáis se os medirá y aun con creces” (Mc 4,24).

Y no sólo eso: el cristiano entiende que la autenticidad de su espiritualidad, de su discipulatura, de toda su vida, consiste en tener como programa permanente de vida el hacer en todo la voluntad del Padre que, revelada por el Hijo, consiste en que nos amemos los unos a los otros. “Que como Yo os he amado así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos si os tenéis amor los unos a los otros “(Jn 13,34ss) porque “nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3,14) y “quien no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor” (1 Jn 4,8).

Mandamiento del amor vivido con obras y dedicación especial a quienes más lo necesitan: los más débiles, los desposeídos, los pecadores, los pobres y empobrecidos, los marginados y despreciados de la tierra, los excluidos de la sociedad y de sus oportunidades: “Yo te bendigo Padre…porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños…” (Mt 11,25), “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos mas pequeños, a mi me lo hicisteis…” (Mt 25,40) porque “ ha escogido Dios mas bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios, y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es” (1 Cor 1, 27ss), “…derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes…”(Lc 1,50).

“Hijo y Hermano de todos”: ‘este fue Jesús y esto es lo que ha de ser y hacer cotidianamente y en cada estado de vida y circunstancia cada hombre y mujer que se llama “cristiano”. Esta es una nueva visión de Dios, del hombre y del mundo. Porque cuando el hombre pretende desaparecer a Dios del escenario de la historia o vivir a espaldas de El, se convierte - a falta de reconocerse “hijo” - en un ser soberbio, capaz de las mayores atrocidades y en un competidor y enemigo de todos.

La espiritualidad cristiana, entonces, permite la convivencia humana mediante la “fraternidad”, manifestada en perdón, verdad, libertad, solidaridad, justicia, paz, vida abundante.

Quedan así, en las dos primeras palabras de “el Padre nuestro”, superados el odio, la violencia, la venganza, las divisiones, toda clase de mal y la muerte en sus mil manifestaciones y se impone la vida y una “vida abundante”.(Jn 10,10) porque “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos”. (Mt 22,32).

La espiritualidad cristiana es así, un itinerario de hijos de Dios que lo testifican y manifiestan cuando, con obras, aman a todos como hermanos. Santiago, con la misma conciencia de los primeros cristianos entre los cuales despunta Pablo, lo dice tajantemente: “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario y alguno de vosotros les dice: “Idos en paz, calentaos y hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, de que sirve? Así también la fe si no tiene obras, está realmente muerta” (St 2,15-17)

El resto de “el Padre nuestro” es un hermoso rosario de frases que repiten las dos primeras palabras. Es decir, enfatizan en la fundamental enseñanza confirmada en la vida y Buena Nueva de Jesús para todo hombre y mujer que viene a este mundo: Dios es “Padre” bueno, nosotros somos sus “hijos” y, por tanto, “hermanos” entre nosotros; llamados a vivir en el “amor” que se manifiesta en “obras”, especialmente con los más “pequeños”, como Dios mismo ama, nos ama. Sí, ésta es la síntesis de la vida de Jesús de Nazaret, de su evangelio, de todo su ministerio en hechos y palabras. Jesús vivió como “Hijo” de Dios y “Hermano” de todos.

Desde entonces, la espiritualidad y vida de sus discípulos consiste en que vivamos en una relación filial con Dios y fraterna con los demás.

Que estás en la tierra como en el cielo…

Porque la vida cristiana consiste en acercar el más allá al más acá de nuestra historia cotidiana. En construir la vida eterna para el más allá desde el aquí y ahora de nuestra historia presente. En construir un cielo nuevo en una tierra nueva (Is 66,22). Y Dios está en el cielo, es decir, en el lugar donde se vive y construye su voluntad, su soberanía: donde los hombres se aman como hermanos en reconocimiento de que son todos hijos e hijas del mismo Dios-Padre.

Y si el cielo es causa de nuestra más grande inquietud y de nuestra búsqueda incesante mientras peregrinamos en la tierra, entonces el cristiano – como Pablo - entiende que su mayor anhelo, siempre inacabado de felicidad, coincide con la salvación ofrecida por Jesucristo a todos los de buena voluntad. Porque, como dice S. Agustín, “Dios nos creó para El y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en El”.

Salvación-Felicidad que consiste en que vivamos todos como hijos de Dios en el amor de los hermanos. Este es el cielo en la tierra, esta vida es la que nos salva, esta es la vida eterna, esta es la vida plena, esta es la vida feliz que comienza ahora y se abre al más allá definitivo en Dios. Por eso Pablo puede exclamar: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo…”(Filip 3,8).

La espiritualidad cristiana consiste entonces en ser felices viviendo en seguimiento de Cristo: el Hijo de Dios y hermano de todos. La espiritualidad cristiana nos desafía a vivir “en la tierra como en el cielo”. Entonces… “Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo?” (Hc 1,11).

Santificado sea tu nombre…

Y lo santificamos cuando vivimos como hijos de Dios y hermanos los unos de los otros, cuando vamos construyendo cielo en la tierra. Así, la Santidad del sólo Santo que es Dios de Amor pide nuestra santidad vivida en el amor: amor a Dios en sus hijos, nuestros hermanos.

La espiritualidad cristiana es un itinerario de santificación: santificando el nombre de Dios cuando santificamos nuestro mundo de relaciones.

Venga tu reino…

Que seas Tú el Soberano de nuestras historias personales y comunitarias. Que vayamos construyendo el mundo según tu sabiduría, según los criterios y valores del Evangelio de tu Hijo Jesucristo. Y Dios reina y es Soberano en el mundo cuando somos capaces de amarnos los unos a los otros en el reconocimiento de que somos hermanos hijos del mismo Padre.

La espiritualidad cristiana es una toma de conciencia de nuestro ser creatural que nos pone en relación con Dios como Creador, revelado por Jesús de Nazaret con rostro de “Padre” bueno y misericordioso. Esta toma de conciencia nos permite desarrollar todo lo divino, lo bueno y verdadero que hay en nuestra humanidad “a imagen y semejanza de Dios”.

La espiritualidad cristiana toma conciencia de nuestra existencia abierta a lo divino, al Trascendente, necesitada del amor compasivo del Padre y, al mismo tiempo, de la necesidad que Dios tiene del hombre, de cada uno de nosotros, en la construcción de su Reinado en la Historia.

Hágase tu voluntad…

Que hagamos lo que Tú quieres y no nuestros caprichos e intereses casi siempre egoístas, mezquinos. La voluntad de Dios consiste en que nos amemos los unos a los otros. Para los discípulos de todos los tiempos, el Evangelio nos pide “hacer” más que “decir”, vivir en coherencia con lo que creemos y practicar lo que predicamos. Así, el Reinado de Dios se construye mediante el cumplimiento de su voluntad que se manifiesta en obras, en frutos. “No el que dice “Señor, Señor” sino el que hace la voluntad del Padre…” (Mt 7,21), “Id, pues, a aprender qué significa aquello de: misericordia quiero y no sacrificios…” (Mt 9,13) porque “el que hace la voluntad de mi Padre ese es mi hermano, mi hermana, mi madre” (Mt 12,49) y “por sus frutos los conoceréis” ( Mt 7,16).

Bien podemos decir que el programa de la vida de Jesús consistió en “hacer” siempre la voluntad del Padre, desde su más tierna infancia hasta el momento supremo de su pasión-muerte en cruz: “No sabias que yo debo ocuparme de los asuntos mi Padre?”(lc 2,49) , “…Padre… que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt 26,39). De la misma manera, el discípulo que escucha el Evangelio y hace la voluntad del Padre, poniéndola en práctica, construye sobre roca (Lc 6,48).

La espiritualidad cristiana consiste en construir la Soberanía de Dios en nuestro mundo personal y social haciendo la voluntad de Dios revelada en Jesucristo: “que nos amemos los unos a los otros”.

Danos “nuestro” pan…


Llegados aquí, conviene anotar que “el Padre nuestro” está enseñado y consignado en plural porque la vida del cristiano, ya quedó dicho, se autentica en la vida-en-relación con los otros; y así como no decimos: “mi Padre” o “Padre mío” tampoco decimos el pan “mío”.

Pedimos en plural para dárnoslo, para partirlo, compartirlo, repartirlo… En la posibilidad de entregar el pan y la propia vida - porque hay quienes más tienen y más pueden dar y hay quienes menos tienen y pueden recibir – está la posibilidad de construir fraternidad, de hacer la voluntad del Padre, de santificar su nombre, de construir su reinado.

Engañamos a Dios cuando le pedimos pan (y todo lo que sabe a pan: el techo, la familia, la educación, la salud, las relaciones fraternas, toda clase de oportunidades de humanización en la sociedad) en plural y, una vez obtenido, lo manejamos en singular, lo acaparamos egoístamente generando así, toda clase de inequidades, injusticias, violencias y muerte.

Pero el mandato de Jesús para sus discípulos de todos los tiempos sigue vigente: “Dadles vosotros de comer…que nada se desperdicie” (Mc 6,37ss), “Lo que gratis habéis recibido dadlo gratis” (Mt 10, 8). De tal manera que mientras un solo hombre pase hambre o cualquier tipo de necesidad el Evangelio continúa desafiándonos. Así lo entendió Pablo, junto a todos los primeros cristianos: (Cfr. El testimonio de las primeras comunidades cristianas en Hc 2,42ss; 4,32ss y 1 Cor 11,17ss).

La espiritualidad cristiana se vive “en plural” porque pide la construcción de un mundo en fraternidad. Así, el cristiano vive con la certeza de que más que pan lo que falta es amor.

De cada día…

Para que cada día recordemos, confiados, que tenemos un Padre que nos ama, que somos sus hijos. Porque cuando acumulamos y acaparamos - y, con ello, torcemos el querer de Dios, su plan salvífico - corremos el riesgo de olvidarnos de Dios como Padre y de los otros como hermanos. (Cfr. Lc 12,20)

Como nosotros perdonamos…

Somos hijos de Dios y somos hermanos pero somos distintos, diversos. Porque la obra creadora de Dios no es aburrida ni monótona, sino multicolor. Con una diversidad que no amenaza sino que posibilita el enriquecimiento mutuo. Por ello, en “cristiano”, el perdón es posibilidad y condición única de convivencia humana. El perdón es la manifestación más clara del amor y de la paz evangélica; paz que nace del perdón, entendiendo la “paz” como un estado de “vida abundante” producto de las mil bendiciones de Dios sobre el hombre: “Mi paz os dejo, mi paz os doy pero no os la doy Yo como la da el mundo” (Jn 14,27, también Jn 20,22), “No podías tú tener compasión de tu hermano como yo tuve compasión de ti?” (Mt 18,23ss),

Otra vez, en “cristiano”, la medida de nuestra relación/religión con Dios se mide por nuestras relaciones con los demás. Así, el perdón de Dios al hombre está en relación directa con nuestra capacidad de perdonar, de con-vivir como hermanos los unos con los otros: “Perdonad y seréis perdonados” (Lc 6,37), “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,14).

La espiritualidad cristiana es un itinerario de perdón para posibilitar todo “el Padre nuestro”; porque es mediante el perdón que santificamos el nombre de Dios, que hacemos su voluntad, que construimos su reinado y que somos capaces de compartir el pan cotidiano.

Líbranos de la tentación y el mal…

La espiritualidad cristiana no ignora la experiencia del mal sino que la reconoce, la acepta, la “encarna”, la asume para salvarla, para redimirla, para transformarla, para iluminarla, para santificarla. Porque la luz tiene sentido, presta todo su servicio, brillando en medio de las tinieblas (Cfr. Mt 5,14ss)

El cristiano vive su espiritualidad en medio de la tentación y el mal y entiende que no hay mayor experiencia de mal en el mundo que la tentación de no reconocer a Dios como Padre y, por ello, no reconocernos sus hijos y – en consecuencia – tampoco, hermanos entre nosotros. Este conflicto moral fue descrito magistralmente por Pablo cuando, desde su propia experiencia, exclama: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero sino que hago lo que aborrezco” (Rm 7,15);

Pero “en todo esto salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó” (Rm 8,37) primero. Por ello, “llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados” (2 Cor 4,8ss).

La espiritualidad cristiana como vida de hijos, como experiencia cotidiana de “el Padre nuestro” consiste en superar la tentación y vencer el mal en el mundo mediante el amor que brota del reconocimiento de que Dios nos ama como Padre bueno y nos pide que su amor sea vivido y manifestado en la experiencia de la fraternidad: “Vence el mal a fuerza de bien”(Rm 12,21) con la confianza puesta siempre en Cristo que nos dice “En el mundo tendréis tribulación. Pero ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

Digamos finalmente que la fuente de la espiritualidad cristiana, mientras peregrinamos en este mundo, es la misma vida de Cristo hecha vida en nosotros. Hasta poder decir como Pablo de Tarso: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20); por lo que el mismo Apóstol exclama: “Ya no vivo yo es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).

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Esta disertación está inspirada en: ROA CARDENAS, Mizael A. JESÚS Y SU ESPIRITUALIDAD EN EL SERMÓN DEL MONTE. Apuntes para la Monografía de la Licenciatura en Teología / PUJ – Bogotá, Colombia. 1986. 112 Págs.

lunes, 15 de septiembre de 2008

EL MES DE LA HERENCIA HISPANA
Unas preguntas que nos desafían

La efemérides

Hace cuarenta años, desde 1968 y por Decreto Presidencial, se estableció la celebración anual de un mes dedicado al reconocimiento y exaltación de la Herencia Hispana en los Estados Unidos. Las celebraciones se inician coincidiendo con la celebración de la Independencia de México y otras naciones centroamericanas a mediados del mes de septiembre y concluyen con la celebración del encuentro de los dos mundos a mediados de octubre.

Cantidad o calidad?

Según reportes oficiales de julio de 2007 la población hispana creció 1.4 millones. Esto significa que actualmente somos 45.5 millones los hispanos, o de origen hispano, residentes en esta Nación. Se trata de un crecimiento demográfico vertiginoso que nos colocó ya como la minoría étnica mayoritaria presente en los Estados Unidos. Siguiendo una lógica elemental bien podríamos suponer que si somos muchos y mayoría, nuestra influencia - en el seno de esta sociedad - es mayor. Las estadísticas ayudan pero pueden engañar, distraer y distraernos: porque la verdad es que, a pesar de la contundencia de las cifras hispanas en esta Nación, los grandes centros de poder político y económico, la toma de decisiones legales, los núcleos que rigen los destinos de los Estados Unidos continúan en manos de quienes han dominado, en el último siglo, la historia norteamericana.

Qué decir de esta celebración de la herencia hispana en una coyuntura histórica en la que los inmigrantes (especialmente los hispanos) hemos sido convertidos en excusa y pretexto para ocultar las verdaderas causas de la profunda crisis moral, política, económica y social por la que atravesamos?. Qué decir en este Mes de la Herencia Hispana en una Nación que si por una parte se erige como la defensora de las libertades individuales en el mundo y como Patria en Libertad para acoger a todos, de otro lado, hipócritamente se contradice levantando muros, explotando, denigrando, maltratando y persiguiendo a quienes, desde siempre, han levantado y hecho posible con sudor, trabajo y enorme cuota de renuncias y sacrificios la grandeza y poderío de esta Nación?

Todo lo cual indica sobradamente que los hispanos no podemos ni jactarnos ni contentarnos sólo con los millones que ya contamos haciendo presencia en los Estados Unidos. Que no bastan los números y las estadísticas. Que hemos de superar el síndrome de la cantidad por la eficacia de una presencia hispana que gane, simultáneamente, en calidad.

Unas preguntas, unos retos…
En lo político…


En enero del 2007, NALEO contaba 5.129 hispanos electos para cargos de representación y de gobierno. Cifra ésta muy baja si se tiene en cuenta que ella contiene muchos cargos de representación popular y comunitaria tales como juntas escolares, etc… Pero el número real de los hispanos presentes en el Congreso de los Estados Unidos es sólamente de 28 y el de Senadores hispanos es de 3, mientras que el número de Gobernadores Hispanos es sólamente 2 y el de Alcaldes 12.

Este es un año electoral. Qué podemos decir ahora cuando los hispanos son ya un peso que puede decidir e inclinar la balanza política de los Estados Unidos?. Los políticos han de enterarse que, frente a las urgencias y anhelos de la Comunidad Hispana presente en esta Nación, frente a nuestros progresos y merecida participación, ya no son suficientes unas pocas palabras de saludo y coqueteos en español.

Por décadas los políticos norteamericanos han usado y abusado del electorado hispano para saltar a la palestra sin mayores contribuciones ulteriores para que nuestra presencia sea significativa y relevante en esta Nación. Por nuestra parte, con nuestra falta de solidaridad, de formación, de unión, de líderes y de organización para defender lo más valioso de nuestra Herencia Hispana hemos permitido toda clase de burlas y de atropellos.

El mes de la herencia Hispana es oportunidad única para hacer conciencia de nuestra actual importancia política y de la urgente necesidad de la participación activa en las contiendas electorales en las que se decide el futuro de esta Nación y nuestro futuro en ella.

En lo religioso y moral…

La entera Comunidad Hispana proviene de pueblos cuyos orígenes, historia e identidad como naciones están marcadas y permeados por el catolicismo ibérico y, con ello, por la visión cristiana del hombre y del mundo. En esta visión, el ser humano, el individuo, la persona tiene la dignidad de hijo de Dios y dicha dignidad le pone por encima de toda estructura o circunstancia.

De esta identidad hispana permeada por lo católico y lo cristiano, se desprende lo mejor de nuestra herencia, de nuestros valores: la alegría en el dar, el valor de la familia, de las relaciones humanas, de la fiesta, de la música, de la mesa tendida, del servicio al extraño…. Y estos valores muy propios y por ello muy distintos de los ajenos no nos deben alejar ni separar sino integrar para enriquecer, para construir un futuro común y propicio para todos.

De ahí que la Iglesia “Católica” en los Estados Unidos ha de ser “Madre y Maestra” entre todos y para todos sus hijos, los dispersos por el mundo y los que a ella acuden en esta Nación. Como en ninguna otra Nación, en los Estados Unidos la Iglesia tiene la oportunidad y la responsabilidad histórica de desplegar, mediante muchas formas y expresiones, su “catolicidad”, es decir, su “universalidad”, acogiendo a todos, promoviendo a todos, consolando a todos, abierta a todo y a todos, para ser siempre e indefectiblemente la Iglesia de Jesucristo en la que todos se reconocen hermanos, hijos del mismo Padre.

Pero qué decir en la celebración de la Herencia Hispana cuando los hispanos, mayoritariamente católicos, viven su fe cristiana como un hecho socio/cultural, casi folclórico y anecdótico, sin que los principios del Evangelio se impliquen en los criterios y valores según los cuales viven sus historias personales y sus comportamientos comunitarios?

Lo “comercial” versus “lo humano”


Desde una cosmovisión cristiana del mundo y de la vida llama la atención la facilidad con la que se firman acuerdos y tratados internacionales de libre comercio para bienes y servicios de todo tipo. Tratados internacionales que permiten el libre tráfico y acceso de los productos convenidos y, al mismo tiempo, se levantan muros y se reafirman tratados y trabas migratorias para impedir el acceso a mejores condiciones de vida a las personas. Nos preguntamos: son acaso más importantes las cosas que las personas, los bienes de consumo más que los seres humanos?

Nuestra primera necesidad: instruirnos, educarnos, formarnos…

Las anteriores preguntas nos desafían hacia un porvenir mejor, más próspero, más justo, más solidario, más humano, más cristiano.

Un diálogo en la sociedad norteamericana, con la cultura dominante y en igualdad de condiciones, urge que los hispanos volvamos al conocimiento de nuestro pasado histórico, al estudio y valoración de nuestro origen como pueblos y naciones hispanoamericanas en el que, por ejemplo, las gestas libertarias y de independencia estuvieron lideradas por grandes hombres acompañados de grandes valores.

Los cambios necesarios para que nuestros mejores anhelos se hagan realidad vendrán dados por la formación y educación familiar y la instrucción académica que, en todos los campos del saber, desarrollemos en el presente.

En conclusión

Urge, además, superar y no trasplantar aquí el parroquialismo y provincialismo de nuestros pequeños rincones de donde procedemos pues nuestro empeñó aquí ha de ser, primero, construir “hispanidad”, preservando - claro está y por ejemplo - la mexicanidad o la colombianidad.

La complejidad del momento histórico actual, las dificultades sociales a nivel internacional, la crisis nacional y aquellas en las que se encuentran sumidos nuestros pueblos y naciones de origen nos retan, nos desafían. La Comunidad Hispana presente en esta Nación, con toda su rica herencia histórica, social, cultural y religiosa, ha de responder con el acierto y la grandeza que las dificultades de esta coyuntura histórica demandan.

No responder adecuadamente a preguntas y retos como los aquí planteados retrasará e impedirá que despunte una presencia nueva y siempre renovada de la Comunidad Hispana en los Estados Unidos con implicaciones a nivel continental y mundial.