En un encuentro como éste, en el que se me ha pedido compartir con ustedes una reflexión sobre la fuente de la espiritualidad cristiana conviene, primero que todo, definir los términos principales en el título del tema que nos ocupa. Es decir, definir qué entendemos por “espiritualidad” y qué es lo específico “cristiano”, en la vida de un creyente en Cristo.
El término “espiritualidad” se refiere – en todos los estados, situaciones, estilos de vida y credos - a una “toma de conciencia” reflexiva sobre lo más íntimo y más propio del mismo ser humano que la realiza, de su más íntima y honda identidad personal y de su razón de ser en el mundo. En dicha toma de conciencia – realizada según diversos métodos a lo largo de la historia de la humanidad y especialmente de las grandes religiones – el ser humano, volcado sobre sí, termina abriéndose al mundo que lo circunda, a los otros, a lo divino y respondiendo a grandes interrogantes sobre el origen, misión y destino final de su propio ser y existencia y de la de los demás. Por ello, digámoslo sólo de paso, de estas sucesivas tomas de conciencia personales y/o comunitarias, nacen - y, al mismo tiempo, de ellos se nutren - los sistemas filosóficos y teológicos.
En el caso de la religión cristiana, este viaje a la interioridad del hombre y sus circunstancias, se realiza mediante lo que llamamos “oración”, entendida ésta como una toma de conciencia del propio ser humano que – abierto al mundo y al Trascendente - resulta percibiéndose y reconociéndose como creatura, como ser finito, como dependiente de una presencia amorosa creadora que todo lo invade, que todo lo circunda, que todo lo llena, a la que llamamos “Dios”. Toma de conciencia que genera, en quien la realiza, un particular “estilo de vida”. Es decir, que la “toma de conciencia” en la oración cristiana que parecería, en un primer estadio, un asunto meramente gnoseológico, intelectual, se transforma luego, y a partir de ella, en una práctica cotidiana de vida, con sus propias y definidas características y validada o invalidada por los frutos.
Y si decimos, que en la vida cristiana la toma de conciencia o “espiritualidad” se realiza mediante la oración, el episodio y enseñanza del “el Padre nuestro” por parte de el mismo Jesús a sus discípulos, tan conocido por todos y presente en los evangelios de Mateo (6, 9 -13) y Lucas (11,2 - 4), es - evidentemente - el que más ayuda cuando pretendemos reflexionar y responder a la pregunta por la identidad, por lo específicamente “cristiano” en la vida de los hombres y mujeres creyentes en Cristo.
Baste por ahora notar que el padre nuestro Mateano se encuentra inserto en el discurso evangélico conocido como “el Sermón del Monte”; el cual, dicen los exegetas y hermeneutas bíblicos, recoge y contiene la mayor cantidad “de las mismísimas palabras del Señor”, tal como Jesús debió pronunciarlas en su momento y, por ello mismo, la sección evangélica menos “contaminada” tanto por la mentalidad veterotestamentaria presente aún en los autores de los evangelios (judíos recién convertidos) como por la “intencionalidad teológica” o plan del evangelista o de la comunidad cristiana que nos transmitió el texto bíblico.
El Padre nuestro Lucano, por su parte, responde a la solicitud que uno de sus discípulos, viéndole - como otras tantas veces - orar, hace a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”. Lo cual puede leerse también como: “Señor enséñanos tu secreto, el secreto de tu intimidad, de tu “espiritualidad”, la fórmula más íntima de tu vida en relación con Dios, con el mundo y con los demás… Señor, enséñanos tu toma de conciencia más profunda de la cual manan y desde la cual se entienden tu relación con Dios, toda tu experiencia cotidiana de vida, tus hechos y tus palabras….” Según esta interpretación, “el Padre nuestro” es, entonces, el condensado y síntesis de la mismidad de Jesús, de su esencia interior, de su “espiritualidad”, de todo el Evangelio, de los evangelios, de todo el Nuevo Testamento y, por ello mismo, “el Padre nuestro” se convierte en norma de la espiritualidad de quien se sabe discípulo de Cristo.
Así pues, me propongo aquí hablar sobre la espiritualidad del cristiano desde la espiritualidad de Jesús. Me propongo disertar sobre la “espiritualidad cristiana” reflexionando sobre la espiritualidad de Jesús de Nazaret implícita y hecha síntesis elemental pero fundamental en “el Padre nuestro”. Aceptando que “el Padre nuestro”, como todo texto humano, es susceptible de diversas miradas o enfoques dependiendo del contexto desde el cual se realiza la lectura, quiero aquí - como especial aporte y énfasis en el Año Paulino convocado recientemente por Benedicto XVI y en el que nos encontramos - referirme a la lectura asumida, vivida, padecida, reflexionada, predicada y sistematizada que de Jesús, de su Evangelio, hecho síntesis en “el Padre nuestro”, hizo el apóstol de Tarso y que hoy podemos intuirla, sospecharla y saborearla en su “Teología” consignada en sus escritos.
Padre…
Nunca antes en la historia hombre alguno llamó de esta manera a Dios o se relacionó así con el Creador. “Abba”: “Padre”, es un término hebreo que reviste total confianza, total dependencia, total ternura. Llamar a Dios “Padre” significa, además de una profanación en la mentalidad bíblica del momento, inaugurar una nueva imagen de Dios pero, especialmente, un nuevo tipo de relación, de ligazón, de “religión” con Dios. Tratar, vivir, revelar y anunciar a Dios con rostro, rasgos y tratamiento de “Padre”, distinto – y en algunos casos hasta contradictorios con los rasgos de Dios confesados en el Antiguo Testamento - es el aporte más novedoso de Jesús, su mejor y mayor “Buena Noticia” para el mundo. El Dios del Antiguo Testamento revelado en Jesucristo es “Padre” y toda novedad implica, simultáneamente, una ruptura con el pasado.
Años después de la experiencia histórica de Jesús de Nazaret testificada por sus discípulos y cuantos le conocieron, vieron y escucharon personalmente, Pablo de Tarso dirá que la vida del cristiano se caracteriza por “poder llamar a Dios, como Jesús mismo lo hizo, Abba, Padre”: “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba, Padre!. De modo que ya no eres esclavo sino hijo…” (Gal 4,6ss),
Vida de hijos!
Por lo tanto, somos “hijos de Dios”. Al tratamiento y revelación de Dios como “Padre” corresponde, en consecuencia, un reconocimiento de nuestra filiación divina. Jesús llama a Dios Padre porque se reconoce su “Hijo” y se le confiesa, en todo el Nuevo Testamento, como “el Hijo”: “Este es mi Hijo amado….” (Mt 3,17), “Nadie conoce al Padre sino el Hijo…” (Mt 11, 27)
Jesús nos enseña a relacionarnos con Dios como “Padre” y, a ello, corresponde, un estilo de vida cotidiana de “hijos” semejantes al “Hijo”: “Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Vida de “hijos” que se caracteriza por la humilde obediencia, la incondicional confianza en el poder y la compasión del Padre, la gratitud con el Padre y la alegre esperanza en el poder y el amor del “Padre bueno del cielo”: “Subo a mi Padre y vuestro Padre…” (Jn 20, 17), “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…” (Mt 6, 32), “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados…” (Mt 10,30)
Más aún, podríamos decir aquí que “las Bienaventuranzas” describen bien el perfil y el programa de vida de uno que tiene “espíritu de pobre”, un hijo, un discípulo, uno que ha reconocido en su vida a Dios como Padre y - manso, misericordioso, limpio de corazón y con hambre y sed de justicia - se convierte en perseguido, trabajando por la paz, a ejemplo del mismo Hijo Jesús.
Todo lo cual significa que Jesús, al tiempo que revela a Dios como “Padre” revela y eleva al hombre a la condición de vida y dignidad de “hijo” de Dios.
Pablo – como Jesús mismo - entiende que esta novedosa condición y vida de hijo, y el “hijo”, según Pablo, es el “hombre nuevo”, el hombre resucitado, el hombre en Cristo - difiere enormemente de la vida de “esclavo” anterior al acontecimiento Cristo: “No os llamo ya siervos porque el siervo no sabe lo que hace su amo…” (Jn 15,15), “…para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios…” (Rm 8,21), “Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava sino de la libre” (Gal 4,31), “Por tanto, libres están los hijos.” (Mt 17,26). “Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8,2ss).
La espiritualidad cristiana, entonces, define y acompaña en el hombre una vida con estilo propio: el estilo de vida de los “hijos de Dios”, el mismo estilo de vida vivido y enseñado por el Hijo (con mayúscula): Jesús de Nazaret.
La espiritualidad cristiana es, con lo dicho hasta aquí, un itinerario, un seguimiento, una discipulatura que consiste en hacernos hijos semejantes al Hijo para, por El, con El y en El, llegar al Padre y hacernos “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26): “El que me ha visto a Mi ha visto al Padre” (Jn 14,9), “Sed pues imitadores de Dios como hijos queridos…” (Ef 5 ,1), “Para que seáis hijos de vuestro Padre celestial…” (Mt 5,45)
Es a este camino de ir haciéndonos semejantes al Hijo al que la Teología llama proceso de “Cristificación” (hijos en el Hijo) hasta poder gritar como Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
Y cuando esta vida se va logrando en el “ya pero todavía no” de nuestra historia cotidiana, personal y comunitaria, va ocurriendo - al mismo tiempo - el proceso de “Trinitización”: la humanidad entera se encamina, entra, llega al Padre, por el Hijo, en el Espíritu y todo el Cosmos, “ la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8,22) hasta que ésto suceda”, hasta “que “ Dios sea todo en todo” (1 Cor 15,28).
La espiritualidad cristiana, digámoslo de la manera más directa, es un itinerario, un estilo de vida, que consiste en hacernos semejantes al Padre, compasivos y misericordiosos como El mismo, “que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45), haciéndonos semejantes al Hijo. Esta es nuestra vocación primera, esta es nuestra primera llamada, nuestra más importante tarea intra-histórica: “hacernos hijos de Dios” (Jn 1,12)
Nuestro…
Y si los que recitamos “el Padre nuestro” decimos “nuestro” eso significa que somos todos hijos del mismo Padre y, en consecuencia, “hermanos”. Al reconocimiento de Dios como “Padre” corresponde el reconocimiento de que somos sus “hijos” y, entonces, “hermanos” entre nosotros.
La espiritualidad cristiana por ello pide y predica una relación fraterna con todos… Más aún, en la relación/religión con los otros se encuentra la medida “cristiana” de la relación/religión con Dios: “ Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda “ (Mt 5, 23-24. Por tanto, “Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo’ (Lc 6,36), porque “Con la medida que midáis se os medirá y aun con creces” (Mc 4,24).
Y no sólo eso: el cristiano entiende que la autenticidad de su espiritualidad, de su discipulatura, de toda su vida, consiste en tener como programa permanente de vida el hacer en todo la voluntad del Padre que, revelada por el Hijo, consiste en que nos amemos los unos a los otros. “Que como Yo os he amado así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos si os tenéis amor los unos a los otros “(Jn 13,34ss) porque “nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3,14) y “quien no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor” (1 Jn 4,8).
Mandamiento del amor vivido con obras y dedicación especial a quienes más lo necesitan: los más débiles, los desposeídos, los pecadores, los pobres y empobrecidos, los marginados y despreciados de la tierra, los excluidos de la sociedad y de sus oportunidades: “Yo te bendigo Padre…porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños…” (Mt 11,25), “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos mas pequeños, a mi me lo hicisteis…” (Mt 25,40) porque “ ha escogido Dios mas bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios, y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es” (1 Cor 1, 27ss), “…derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes…”(Lc 1,50).
“Hijo y Hermano de todos”: ‘este fue Jesús y esto es lo que ha de ser y hacer cotidianamente y en cada estado de vida y circunstancia cada hombre y mujer que se llama “cristiano”. Esta es una nueva visión de Dios, del hombre y del mundo. Porque cuando el hombre pretende desaparecer a Dios del escenario de la historia o vivir a espaldas de El, se convierte - a falta de reconocerse “hijo” - en un ser soberbio, capaz de las mayores atrocidades y en un competidor y enemigo de todos.
La espiritualidad cristiana, entonces, permite la convivencia humana mediante la “fraternidad”, manifestada en perdón, verdad, libertad, solidaridad, justicia, paz, vida abundante.
Quedan así, en las dos primeras palabras de “el Padre nuestro”, superados el odio, la violencia, la venganza, las divisiones, toda clase de mal y la muerte en sus mil manifestaciones y se impone la vida y una “vida abundante”.(Jn 10,10) porque “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos”. (Mt 22,32).
La espiritualidad cristiana es así, un itinerario de hijos de Dios que lo testifican y manifiestan cuando, con obras, aman a todos como hermanos. Santiago, con la misma conciencia de los primeros cristianos entre los cuales despunta Pablo, lo dice tajantemente: “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario y alguno de vosotros les dice: “Idos en paz, calentaos y hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, de que sirve? Así también la fe si no tiene obras, está realmente muerta” (St 2,15-17)
El resto de “el Padre nuestro” es un hermoso rosario de frases que repiten las dos primeras palabras. Es decir, enfatizan en la fundamental enseñanza confirmada en la vida y Buena Nueva de Jesús para todo hombre y mujer que viene a este mundo: Dios es “Padre” bueno, nosotros somos sus “hijos” y, por tanto, “hermanos” entre nosotros; llamados a vivir en el “amor” que se manifiesta en “obras”, especialmente con los más “pequeños”, como Dios mismo ama, nos ama. Sí, ésta es la síntesis de la vida de Jesús de Nazaret, de su evangelio, de todo su ministerio en hechos y palabras. Jesús vivió como “Hijo” de Dios y “Hermano” de todos.
Desde entonces, la espiritualidad y vida de sus discípulos consiste en que vivamos en una relación filial con Dios y fraterna con los demás.
Que estás en la tierra como en el cielo…
Porque la vida cristiana consiste en acercar el más allá al más acá de nuestra historia cotidiana. En construir la vida eterna para el más allá desde el aquí y ahora de nuestra historia presente. En construir un cielo nuevo en una tierra nueva (Is 66,22). Y Dios está en el cielo, es decir, en el lugar donde se vive y construye su voluntad, su soberanía: donde los hombres se aman como hermanos en reconocimiento de que son todos hijos e hijas del mismo Dios-Padre.
Y si el cielo es causa de nuestra más grande inquietud y de nuestra búsqueda incesante mientras peregrinamos en la tierra, entonces el cristiano – como Pablo - entiende que su mayor anhelo, siempre inacabado de felicidad, coincide con la salvación ofrecida por Jesucristo a todos los de buena voluntad. Porque, como dice S. Agustín, “Dios nos creó para El y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en El”.
Salvación-Felicidad que consiste en que vivamos todos como hijos de Dios en el amor de los hermanos. Este es el cielo en la tierra, esta vida es la que nos salva, esta es la vida eterna, esta es la vida plena, esta es la vida feliz que comienza ahora y se abre al más allá definitivo en Dios. Por eso Pablo puede exclamar: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo…”(Filip 3,8).
La espiritualidad cristiana consiste entonces en ser felices viviendo en seguimiento de Cristo: el Hijo de Dios y hermano de todos. La espiritualidad cristiana nos desafía a vivir “en la tierra como en el cielo”. Entonces… “Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo?” (Hc 1,11).
Santificado sea tu nombre…
Y lo santificamos cuando vivimos como hijos de Dios y hermanos los unos de los otros, cuando vamos construyendo cielo en la tierra. Así, la Santidad del sólo Santo que es Dios de Amor pide nuestra santidad vivida en el amor: amor a Dios en sus hijos, nuestros hermanos.
La espiritualidad cristiana es un itinerario de santificación: santificando el nombre de Dios cuando santificamos nuestro mundo de relaciones.
Venga tu reino…
Que seas Tú el Soberano de nuestras historias personales y comunitarias. Que vayamos construyendo el mundo según tu sabiduría, según los criterios y valores del Evangelio de tu Hijo Jesucristo. Y Dios reina y es Soberano en el mundo cuando somos capaces de amarnos los unos a los otros en el reconocimiento de que somos hermanos hijos del mismo Padre.
La espiritualidad cristiana es una toma de conciencia de nuestro ser creatural que nos pone en relación con Dios como Creador, revelado por Jesús de Nazaret con rostro de “Padre” bueno y misericordioso. Esta toma de conciencia nos permite desarrollar todo lo divino, lo bueno y verdadero que hay en nuestra humanidad “a imagen y semejanza de Dios”.
La espiritualidad cristiana toma conciencia de nuestra existencia abierta a lo divino, al Trascendente, necesitada del amor compasivo del Padre y, al mismo tiempo, de la necesidad que Dios tiene del hombre, de cada uno de nosotros, en la construcción de su Reinado en la Historia.
Hágase tu voluntad…
Que hagamos lo que Tú quieres y no nuestros caprichos e intereses casi siempre egoístas, mezquinos. La voluntad de Dios consiste en que nos amemos los unos a los otros. Para los discípulos de todos los tiempos, el Evangelio nos pide “hacer” más que “decir”, vivir en coherencia con lo que creemos y practicar lo que predicamos. Así, el Reinado de Dios se construye mediante el cumplimiento de su voluntad que se manifiesta en obras, en frutos. “No el que dice “Señor, Señor” sino el que hace la voluntad del Padre…” (Mt 7,21), “Id, pues, a aprender qué significa aquello de: misericordia quiero y no sacrificios…” (Mt 9,13) porque “el que hace la voluntad de mi Padre ese es mi hermano, mi hermana, mi madre” (Mt 12,49) y “por sus frutos los conoceréis” ( Mt 7,16).
Bien podemos decir que el programa de la vida de Jesús consistió en “hacer” siempre la voluntad del Padre, desde su más tierna infancia hasta el momento supremo de su pasión-muerte en cruz: “No sabias que yo debo ocuparme de los asuntos mi Padre?”(lc 2,49) , “…Padre… que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt 26,39). De la misma manera, el discípulo que escucha el Evangelio y hace la voluntad del Padre, poniéndola en práctica, construye sobre roca (Lc 6,48).
La espiritualidad cristiana consiste en construir la Soberanía de Dios en nuestro mundo personal y social haciendo la voluntad de Dios revelada en Jesucristo: “que nos amemos los unos a los otros”.
Danos “nuestro” pan…
Llegados aquí, conviene anotar que “el Padre nuestro” está enseñado y consignado en plural porque la vida del cristiano, ya quedó dicho, se autentica en la vida-en-relación con los otros; y así como no decimos: “mi Padre” o “Padre mío” tampoco decimos el pan “mío”.
Pedimos en plural para dárnoslo, para partirlo, compartirlo, repartirlo… En la posibilidad de entregar el pan y la propia vida - porque hay quienes más tienen y más pueden dar y hay quienes menos tienen y pueden recibir – está la posibilidad de construir fraternidad, de hacer la voluntad del Padre, de santificar su nombre, de construir su reinado.
Engañamos a Dios cuando le pedimos pan (y todo lo que sabe a pan: el techo, la familia, la educación, la salud, las relaciones fraternas, toda clase de oportunidades de humanización en la sociedad) en plural y, una vez obtenido, lo manejamos en singular, lo acaparamos egoístamente generando así, toda clase de inequidades, injusticias, violencias y muerte.
Pero el mandato de Jesús para sus discípulos de todos los tiempos sigue vigente: “Dadles vosotros de comer…que nada se desperdicie” (Mc 6,37ss), “Lo que gratis habéis recibido dadlo gratis” (Mt 10, 8). De tal manera que mientras un solo hombre pase hambre o cualquier tipo de necesidad el Evangelio continúa desafiándonos. Así lo entendió Pablo, junto a todos los primeros cristianos: (Cfr. El testimonio de las primeras comunidades cristianas en Hc 2,42ss; 4,32ss y 1 Cor 11,17ss).
La espiritualidad cristiana se vive “en plural” porque pide la construcción de un mundo en fraternidad. Así, el cristiano vive con la certeza de que más que pan lo que falta es amor.
De cada día…
Para que cada día recordemos, confiados, que tenemos un Padre que nos ama, que somos sus hijos. Porque cuando acumulamos y acaparamos - y, con ello, torcemos el querer de Dios, su plan salvífico - corremos el riesgo de olvidarnos de Dios como Padre y de los otros como hermanos. (Cfr. Lc 12,20)
Como nosotros perdonamos…
Somos hijos de Dios y somos hermanos pero somos distintos, diversos. Porque la obra creadora de Dios no es aburrida ni monótona, sino multicolor. Con una diversidad que no amenaza sino que posibilita el enriquecimiento mutuo. Por ello, en “cristiano”, el perdón es posibilidad y condición única de convivencia humana. El perdón es la manifestación más clara del amor y de la paz evangélica; paz que nace del perdón, entendiendo la “paz” como un estado de “vida abundante” producto de las mil bendiciones de Dios sobre el hombre: “Mi paz os dejo, mi paz os doy pero no os la doy Yo como la da el mundo” (Jn 14,27, también Jn 20,22), “No podías tú tener compasión de tu hermano como yo tuve compasión de ti?” (Mt 18,23ss),
Otra vez, en “cristiano”, la medida de nuestra relación/religión con Dios se mide por nuestras relaciones con los demás. Así, el perdón de Dios al hombre está en relación directa con nuestra capacidad de perdonar, de con-vivir como hermanos los unos con los otros: “Perdonad y seréis perdonados” (Lc 6,37), “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,14).
La espiritualidad cristiana es un itinerario de perdón para posibilitar todo “el Padre nuestro”; porque es mediante el perdón que santificamos el nombre de Dios, que hacemos su voluntad, que construimos su reinado y que somos capaces de compartir el pan cotidiano.
Líbranos de la tentación y el mal…
La espiritualidad cristiana no ignora la experiencia del mal sino que la reconoce, la acepta, la “encarna”, la asume para salvarla, para redimirla, para transformarla, para iluminarla, para santificarla. Porque la luz tiene sentido, presta todo su servicio, brillando en medio de las tinieblas (Cfr. Mt 5,14ss)
El cristiano vive su espiritualidad en medio de la tentación y el mal y entiende que no hay mayor experiencia de mal en el mundo que la tentación de no reconocer a Dios como Padre y, por ello, no reconocernos sus hijos y – en consecuencia – tampoco, hermanos entre nosotros. Este conflicto moral fue descrito magistralmente por Pablo cuando, desde su propia experiencia, exclama: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero sino que hago lo que aborrezco” (Rm 7,15);
Pero “en todo esto salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó” (Rm 8,37) primero. Por ello, “llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados” (2 Cor 4,8ss).
La espiritualidad cristiana como vida de hijos, como experiencia cotidiana de “el Padre nuestro” consiste en superar la tentación y vencer el mal en el mundo mediante el amor que brota del reconocimiento de que Dios nos ama como Padre bueno y nos pide que su amor sea vivido y manifestado en la experiencia de la fraternidad: “Vence el mal a fuerza de bien”(Rm 12,21) con la confianza puesta siempre en Cristo que nos dice “En el mundo tendréis tribulación. Pero ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Digamos finalmente que la fuente de la espiritualidad cristiana, mientras peregrinamos en este mundo, es la misma vida de Cristo hecha vida en nosotros. Hasta poder decir como Pablo de Tarso: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20); por lo que el mismo Apóstol exclama: “Ya no vivo yo es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).
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Esta disertación está inspirada en: ROA CARDENAS, Mizael A. JESÚS Y SU ESPIRITUALIDAD EN EL SERMÓN DEL MONTE. Apuntes para la Monografía de la Licenciatura en Teología / PUJ – Bogotá, Colombia. 1986. 112 Págs.
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