El ser humano puede ser definido como un buscador de la felicidad. Esta búsqueda de felicidad es una tarea incesante que, a menudo, convierte al ser humano en un permanente insatisfecho.
La actual coyuntura histórico-social, en transición de la modernidad a la posmodernidad, denuncia el fracaso del ideal de progreso ilimitado mediante la ciencia y la técnica, que inflamó a nuestros antepasados de la modernidad, en los siglos XVIII, XIX y primera mitad del siglo XX. Ideal de progreso que no logró remediar los grandes males de la humanidad tales como el hambre, la inequidad y la injusticia de millones y, muy por el contrario, generó nuevos males como la carrera armamentista, etc. Por lo que a partir de la década de los 60,s algo cambio en el espíritu de la humanidad: la certeza de aquel fracaso y el anuncio de un relato histórico de desesperanza y la visión del mundo y de la humanidad como un cementerio de aquellas esperanzas de la modernidad.
De tal manera que, si no hay futuro, para el hombre de estos días no valen la pena el trabajo y el esfuerzo colectivo en la búsqueda de un progreso que fracasó y sólo cuenta el tiempo que dedicamos al placer, de manera individual y mediante lo fácil, lo rápido, lo desechable, lo des-comprometido, lo descafeinado, lo “light”.
Y para lograr el goce inmediato, que se impone como sinónimo de felicidad, no importan los medios con tal de lograr ese fin. Pero, además, si el hombre moderno trataba de vivir éticamente, la pseudo-estética es hoy la norma del comportamiento, la apariencia sobre la esencia, el tener sobre el ser, el individuo sobre la búsqueda del bien común.
Todo lo cual, entre otras características filosóficas y tendencias socio-culturales de la actual coyuntura histórica, conduce a una visión del hombre y de su felicidad en la que no caben y no hay tiempo para el dolor, el compromiso, el sufrimiento, el esfuerzo, la vejez, la arruga, la soledad, la enfermedad, la solidaridad, el servicio, etc. que son sustituidos por el divorcio, el aborto, la cirugía, la eterna rumba, la eutanasia, el suicidio, etc.
Es decir, como una gran tragedia en la búsqueda de la felicidad, el hombre posmoderno no ha logrado integrar la humana experiencia de mal y sus manifestaciones en forma de conflicto en la única, indivisible y real experiencia de vivir la cotidianidad. Tal escisión, tal dicotomía, tal negación de esa otra cara de la vida menos festiva pero también humana y válida para el aprendizaje en el arte de vivir y ser feliz deja al hombre posmoderno deprimido, angustiado y, en medio de tantas medias verdades individuales y de bolsillos y de tantos estilos de vida personales y a la carta, queda sin rumbo, sin-sentido.
Contrario a la humana y auténtica búsqueda de FELICIDAD, la actual transición de la modernidad a la posmodernidad nos propone la búsqueda del ÉXITO como un equivocado placebo, como un falso sustituto de aquella. Pues el ÉXITO – y no la felicidad – es una medida social que cambia y es distinta en cada agrupación humana, en cada comunidad o asociación, en cada comunidad rural o agremiación urbana. Así, mientras que para una minoría de privilegiados en el mundo el éxito social significa la mayor suma de confort, de lujo escandaloso, de extravagancias, de derroche, para millones de empobrecidos en el mundo el éxito consistiría en tener, apenas, mínimas y elementales condiciones para subsistir (agua, alimento, techo, vestido).
La crisis financiera en los Estados Unidos del 2008, con repercusiones en todo el mercado y las finanzas mundiales, la “burbuja inmobiliaria”, el colapso de grandes colosos del mundo de la banca y de los negocios, el derrumbe de las bolsas y la caída del valor de las divisas, el pánico financiero revelan, ante todo, el engaño que el hombre posmoderno tiene y proyecta respecto de la noción de felicidad. Es un engaño, una equivocación, un desacierto que revela más que caídas en el mundo del capital y del dinero un desplome en el mundo de los valores, en el ámbito del espíritu humano. Por décadas crecimos mucho y muy rápidamente en el mundo de la ciencia, de la técnica, de las conquistas del universo, sin ocuparnos demasiado por la conquista del propio ser humano y de sus valores fundamentales.
En los últimos tiempos hemos estado empeñados en la construcción de lo macro y globalizado, donde el tener y acumular bienes materiales es la norma de cada día y nos hemos olvidado del ser humano, de solucionar los grandes problemas de la humanidad que nos deja la modernidad y los grandes vacíos del ser humano que nos deja la posmodernidad. Se diría que hemos fracasado en la construcción de un mundo más justo y de un ser humano verdadera y profundamente humano y solidario.
Pero los medios de comunicación nos informan diariamente que el éxito no necesariamente es sinónimo de felicidad; que los logros sociales no siempre coinciden con el anhelo de felicidad y que los muy satisfechos materialmente y, por ello, muy exitosos socialmente - muy a menudo - terminan siendo los más insatisfechos con la vida. Por lo que podríamos afirmar que, en nuestras sociedades, hay exitosos infelices y, probablemente, muchos no-exitosos socialmente felices.
Los cristianos confesamos a Jesús de Nazaret como nuestro Salvador, como nuestro Camino, Verdad y Vida, como Luz del Mundo y Sal de la tierra. Todo lo cual significa, y debería traducirse en el diario vivir de sus discípulos como sinónimo de la felicidad que anhelamos.
Es decir, cuando los cristianos confesamos a Jesucristo como Salvador del Mundo, lo confesamos – al mismo tiempo – como Aquel que, con su propuesta de vida y su evangelio nos hace felices. Propuesta de vida que consiste en que reconociendo a Dios como Creador y Padre compasivo y misericordioso vivamos, en consecuencia, como hijos y - haciendo la voluntad del Padre - nos amemos todos como hermanos para instaurar, así, en el mundo su soberanía.
Pero a los cristianos nos corresponde probar a diario, con nuestras vidas y en nuestros ambientes que, esta vida de Cristo en nosotros, vida de hombres nuevos para un mundo nuevo y mejor, nos hace felices. Que la vida de los hijos llena de obediencia humilde, de esperanza y alegre confianza en el Padre bueno del cielo nos hace felices. Que una vida de amor, es decir, de servicio, perdón y solidaridad con nuestros próximos nos salva, nos hace felices.
Pero en el diario vivir de los cristianos constatamos una dicotomía que consiste en entender la salvación como contra-distinta a la felicidad que todo hombre ansía. Los cristianos, como los “del mundo” buscan, entonces, por un lado la felicidad y, al margen de sus diarias existencias, de esta humana e incesante búsqueda, la salvación. Lo cual indica que La Iglesia, en su tarea evangelizadora, no ha logrado hacer, para la vida de los cristianos y para todo hombre y mujer que viene a este mundo, una sinonimia entre la felicidad que todo ser humano anhela y la salvación que Dios nos ofrece a todos en Cristo.
Si - con San Agustín - el ansia de felicidad en el corazón del hombre es ansia de Dios, entonces el acontecimiento salvador que es Cristo mismo y su evangelio han de colmar esta búsqueda, este anhelo, esta permanente insatisfacción que experimenta el hombre de todos los tiempos, especialmente, el hombre de aquí y de ahora.
Corresponde, pues, a la Iglesia en general y cada discípulo de Cristo en particular mostrar con autoridad, con coherencia entre los hechos y las palabras, entre lo que creemos y practicamos, entre nuestras convicciones y nuestras actitudes y estilos de vida, entre lo que confesamos y vivimos, entre lo que predicamos y actuamos que – contra los criterios del mundo – Cristo nos salva, o lo que es lo mismo, nos hace felices, nos da la vida abundante, la vida nueva, la vida plena, la vida eterna que anhelamos en el diario transcurrir de nuestras historias personales y comunitarias.
De lo contrario, el anuncio de la salvación que es Cristo mismo se convierten en un “producto” que sólo sirve para el más allá, que nadie entiende, a nadie implica, a nadie inquieta, a nadie convence y a nadie interesa en las circunstancias presentes. Y si, además, dicho anuncio va envuelto en ropajes, maneras y lenguaje de tiempos idos, puede ocurrir y aplicarse a la Iglesia y su predicación de la salvación-en-Cristo aquella célebre parábola de Soren Kierkegaard sobre el payaso y la aldea en llamas que concluye en que el anuncio del payaso (con ropajes de payaso) del incendio en el circo en Dinamarca no convenció ni conmovió a nadie en el pueblo y todo terminó consumido por las llamas.
Pero los cristianos creemos que Cristo nos salva, es decir, nos hace felices. Creemos que en la pregunta del joven rico que, en el evangelio, pregunta a Jesús qué tiene que hacer para alcanzar la vida eterna, es decir, la felicidad, está también nuestra eterna pregunta y la pregunta de todo hombre y mujer que busca la felicidad, en todo tiempo, de todo rincón, raza, credo y cultura. Pero creemos también que la respuesta de Jesús responde al eterno anhelo humano de felicidad: vete y ama, especialmente a los más necesitados (Cfr. Mt 19,16-22).
Y por ello, la vida-en-Cristo, como el mismo vivió, como hijos de Dios y hermanos de todos, es un acontecimiento necesario y vigente para cada hombre en busca de felicidad, para el mundo de hoy, para esta coyuntura histórica y para la vida de todos los días. En la resurrección de Cristo los cristianos confesamos el triunfo del bien, de todo bien, el triunfo de la vida sobre el mal y la muerte y por Cristo - con El y en El - sabemos que Dios quiere para el hombre la vida y no cualquier forma de vida sino la vida plena, feliz, abundante (Cfr. Jn 10) que resulta del mandamiento nuevo en la experiencia del amor y del servicio de los unos a los otros como Dios mismo nos ama (Cfr. Jn 13).
Quizá sea el tiempo oportuno de re-encontrar el camino perdido en búsqueda de la felicidad. Tiempo para reencontrarnos con nosotros mismos, con lo mejor de los valores del ser humano y de la humanidad entera. Los que en el mundo seguimos la tradición judeo-cristiana como regla moral de nuestro comportamiento y faro de luz en nuestros mejores y más profundos anhelos podríamos volver a la Palabra de Dios que nos revela los criterios de Dios que no son siempre los nuestros, lógica de Dios que no coincide siempre con la lógica del mundo y que nos dice que es dichoso el hombre que pone su confianza en Dios y que administra todo cuanto es y todo cuanto tiene en favor de los más débiles y necesitados de la tierra.
Pero, finalmente, creyente o no, todo hombre, de toda raza, lengua, tiempo, credo y nación posee en su naturaleza, en su ser creatural, tendencias profundamente humanas y, por ello, profundamente divinas, que - también en esta coyuntura histórica de transición de la modernidad a la posmodernidad en la que nos correspondió vivir – le permiten aspirar y entrar en comunión con la humanidad entera para favorecer los valores más nobles, más excelsos, más sublimes con los cuales dar sentido a la experiencia de ser hombre y mujer y a la tarea de construir un mundo mejor en el que podamos alcanzar la tan anhelada felicidad que esperamos en esperanza.
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