Jesús de Nazaret, su mensaje, sus hechos, toda su vida, representa una ruptura con el Antiguo Testamento por su absoluta novedad. Con razón El puede decir, antes se dijo, ahora yo les digo. Por esa absoluta ruptura-novedad hablamos de dos periodos distintos en la historia de la salvación: antes de Cristo y después de Cristo y, por tanto, de dos Testamentos: El Antiguo y el Nuevo Testamento. Un aspecto en el que Jesús establece novedad es en el trato a la mujer, trato que incluye no solo el respeto y la consideración a la dignidad de la mujer, de toda mujer - en una sociedad en la que la mujer poco o nada valía – sino la inclusión de ésta en la vocación, en el seguimiento, en la discipulatura y en la tarea evangelizadora y misionera de la Iglesia en el mundo.
Es muy poco lo que de los hechos y las palabras del ministerio público de Jesús conservamos. Muy poco lo que de su la vida y obra de Jesús llego hasta nosotros. Como dice el evangelista Juan, no cabrían en el mundo entero los libros para narrar la obra novedosa y maravillosa realizada por Dios en Jesucristo. No obstante, los pocos testimonios sobre el ministerio público de Jesús con los que contamos consignados en los escritos del Nuevo Testamento son suficientes para comprender el papel central, importante, protagónico, igualitario, equitativo, justo, solidario y digno que Dios en Jesucristo y en toda la historia de la salvación otorga a la mujer.
Baste reflexionar hoy en el papel primordial que tiene María en la historia de la salvación. María, en la revelación de Dios y en la historia y vida de la Iglesia no es y no puede ser tratada y experimentada como el toque femenino en una institución machista. María es, muy por el contrario, eje y elemento central en la revelación del Dios Trino y en su plan salvífico. Su intervención generosa y fiel, su disponibilidad y entrega alegre en la encarnación nos regala a jesus de Nazaret y por El, con El y en El se nos revela el Padre, lo conocemos y conocemos y gozamos de su poder y de su amor, de su presencia histórica y de su plan salvador, vale decir, humanizador, para todo hombre y mujer que viene a este Mundo, porque “quien lo ha visto a El ha visto al Padre”
Como dijeran los padres conciliares en el Vaticano II: Gracias a Jesucristo se aclara la vida del hombre, de todo hombre. En el encuentran respuestas nuestras ansias de felicidad, nuestras más profundas búsquedas, nuestros más grandes anhelos, nuestras esperanzas, nuestras luchas y fracasos, nuestras caídas y levantadas, toda nuestra vida y toda nuestra muerte. El es nuestro Camino y Verdad. El es la luz de todo hombre y de todos los pueblos. El es el Pan que nos da la Vida y no cualquier Vida sino la abundante, la eterna, la plena, la feliz, la que salva, la que sana, la que libera.
Y todo esto gracias a la humilde niña de Nazaret. A la que gozosamente vivió para hacer siempre y en todo la voluntad de Dios. Por eso la llamamos “bendita entre todas las mujeres y bendito el fruto de su vientre…” la mujer y madre con espíritu de pobre que hoy, como a los invitados a la Boda en Cana nos aconseja y pide que hagamos siempre lo que Jesús nos diga y nos pida.
Pero, en los evangelios encontramos a otras mujeres, que, como María, destacan en el ministerio de Jesús. Recordemos, por ejemplo a la mujer extranjera, a la mujer cananea, (Mt 15,21-28) aquella que con su respuesta de fe saco de los limites de Israel los beneficios de la salvación de Dios en Jesucristo, con su respuesta alcanzo el favor de Dios en Jesús porque “también los extranjeros comen de las migajas que caen de la mesa de los amos”. Se convirtió así esta extranjera en modelo de mujer creyente para la comunidad cristiana y eclesial de todos los tiempos.
Hoy, como aquel día, la Iglesia alaba la fe de la mujer creyente y con Jesús decimos “mujer, mujeres, que fe tan grande tienen, que se les cumplan todos sus deseos”.
Recordamos además a María Magdalena, Juana y María de Santiago (Lc 24,1-11). Las mujeres que, con sus perfumes, acompañaron a Jesús hasta la tumba y que luego resultaron testigos, portadoras, mensajeras, misioneras y protagonistas de la memoria de los orígenes del cristianismo. El mensaje-fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza cristiana dado y encargado a ellas resuena hoy en el mundo y en nuestros corazones, y ya por veinte siglos: “por qué buscar entre los muertos al que vive, al Resucitado”.
Hay otra María, la hermana de Marta y Lázaro, aquella que con la unción a Jesús en Betania (Jn 12) prefiguró e inspiró el posterior lavatorio de los pies de los apóstoles por parte de Jesús, (Jn 13,1-20) otro gesto que dibuja y concretiza el amor de Dios a los hombres y de los hombres entre si hasta las últimas consecuencias.
Otra mujer importante en el evangelio es la Samaritana, aquella que junto al pozo asume el reto de ser la misionera del Mesías y de su Buena Nueva entre sus coterráneos. Aquella samaritana por la que muchos en su pueblo creyeron en Jesús (Jn 4).
Incontables son, en el Nuevo Testamento, especialmente en los evangelios y en los escritos paulinos, las mujeres discípulas de Jesús y que con generosa entrega asisten y contribuyen a la predicación y expansión del evangelio por el mundo entonces conocido. Un ejemplo de ello lo constituye Lidia de Tiatira (Hc 16) aquella convertida por la predicación de Pablo que con su actuación se convirtió también en modelo de fe y de hospitalidad.
Hoy son ustedes, mujeres de Cristo, las que aquí reunidas quieren renovar su fe y su compromiso con la tarea evangelizadora de la Iglesia. Cristo-Eucaristía nos da la fuerza para vivir y vencer. Cristo nos alimenta para seguir comprometidos en la tarea de construir mejores familias, mejores comunidades, mejores parroquias, una mejor sociedad. Que las mujeres de la Biblia las alienten y animen en la tarea cotidiana de construir un mundo más humano y, por ello, más divino. Pero ese mundo mejor, mundo nuevo, más equitativo justo, mas fraterno y humano supone que la mujer tenga el puesto y el encargo que Jesús dio a la mujer de ayer y de siempre.
Es muy poco lo que de los hechos y las palabras del ministerio público de Jesús conservamos. Muy poco lo que de su la vida y obra de Jesús llego hasta nosotros. Como dice el evangelista Juan, no cabrían en el mundo entero los libros para narrar la obra novedosa y maravillosa realizada por Dios en Jesucristo. No obstante, los pocos testimonios sobre el ministerio público de Jesús con los que contamos consignados en los escritos del Nuevo Testamento son suficientes para comprender el papel central, importante, protagónico, igualitario, equitativo, justo, solidario y digno que Dios en Jesucristo y en toda la historia de la salvación otorga a la mujer.
Baste reflexionar hoy en el papel primordial que tiene María en la historia de la salvación. María, en la revelación de Dios y en la historia y vida de la Iglesia no es y no puede ser tratada y experimentada como el toque femenino en una institución machista. María es, muy por el contrario, eje y elemento central en la revelación del Dios Trino y en su plan salvífico. Su intervención generosa y fiel, su disponibilidad y entrega alegre en la encarnación nos regala a jesus de Nazaret y por El, con El y en El se nos revela el Padre, lo conocemos y conocemos y gozamos de su poder y de su amor, de su presencia histórica y de su plan salvador, vale decir, humanizador, para todo hombre y mujer que viene a este Mundo, porque “quien lo ha visto a El ha visto al Padre”
Como dijeran los padres conciliares en el Vaticano II: Gracias a Jesucristo se aclara la vida del hombre, de todo hombre. En el encuentran respuestas nuestras ansias de felicidad, nuestras más profundas búsquedas, nuestros más grandes anhelos, nuestras esperanzas, nuestras luchas y fracasos, nuestras caídas y levantadas, toda nuestra vida y toda nuestra muerte. El es nuestro Camino y Verdad. El es la luz de todo hombre y de todos los pueblos. El es el Pan que nos da la Vida y no cualquier Vida sino la abundante, la eterna, la plena, la feliz, la que salva, la que sana, la que libera.
Y todo esto gracias a la humilde niña de Nazaret. A la que gozosamente vivió para hacer siempre y en todo la voluntad de Dios. Por eso la llamamos “bendita entre todas las mujeres y bendito el fruto de su vientre…” la mujer y madre con espíritu de pobre que hoy, como a los invitados a la Boda en Cana nos aconseja y pide que hagamos siempre lo que Jesús nos diga y nos pida.
Pero, en los evangelios encontramos a otras mujeres, que, como María, destacan en el ministerio de Jesús. Recordemos, por ejemplo a la mujer extranjera, a la mujer cananea, (Mt 15,21-28) aquella que con su respuesta de fe saco de los limites de Israel los beneficios de la salvación de Dios en Jesucristo, con su respuesta alcanzo el favor de Dios en Jesús porque “también los extranjeros comen de las migajas que caen de la mesa de los amos”. Se convirtió así esta extranjera en modelo de mujer creyente para la comunidad cristiana y eclesial de todos los tiempos.
Hoy, como aquel día, la Iglesia alaba la fe de la mujer creyente y con Jesús decimos “mujer, mujeres, que fe tan grande tienen, que se les cumplan todos sus deseos”.
Recordamos además a María Magdalena, Juana y María de Santiago (Lc 24,1-11). Las mujeres que, con sus perfumes, acompañaron a Jesús hasta la tumba y que luego resultaron testigos, portadoras, mensajeras, misioneras y protagonistas de la memoria de los orígenes del cristianismo. El mensaje-fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza cristiana dado y encargado a ellas resuena hoy en el mundo y en nuestros corazones, y ya por veinte siglos: “por qué buscar entre los muertos al que vive, al Resucitado”.
Hay otra María, la hermana de Marta y Lázaro, aquella que con la unción a Jesús en Betania (Jn 12) prefiguró e inspiró el posterior lavatorio de los pies de los apóstoles por parte de Jesús, (Jn 13,1-20) otro gesto que dibuja y concretiza el amor de Dios a los hombres y de los hombres entre si hasta las últimas consecuencias.
Otra mujer importante en el evangelio es la Samaritana, aquella que junto al pozo asume el reto de ser la misionera del Mesías y de su Buena Nueva entre sus coterráneos. Aquella samaritana por la que muchos en su pueblo creyeron en Jesús (Jn 4).
Incontables son, en el Nuevo Testamento, especialmente en los evangelios y en los escritos paulinos, las mujeres discípulas de Jesús y que con generosa entrega asisten y contribuyen a la predicación y expansión del evangelio por el mundo entonces conocido. Un ejemplo de ello lo constituye Lidia de Tiatira (Hc 16) aquella convertida por la predicación de Pablo que con su actuación se convirtió también en modelo de fe y de hospitalidad.
Hoy son ustedes, mujeres de Cristo, las que aquí reunidas quieren renovar su fe y su compromiso con la tarea evangelizadora de la Iglesia. Cristo-Eucaristía nos da la fuerza para vivir y vencer. Cristo nos alimenta para seguir comprometidos en la tarea de construir mejores familias, mejores comunidades, mejores parroquias, una mejor sociedad. Que las mujeres de la Biblia las alienten y animen en la tarea cotidiana de construir un mundo más humano y, por ello, más divino. Pero ese mundo mejor, mundo nuevo, más equitativo justo, mas fraterno y humano supone que la mujer tenga el puesto y el encargo que Jesús dio a la mujer de ayer y de siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario