En las últimas semanas, el público estadounidense ha venido presenciando un lamentable espectáculo. Justo porque el futuro de la Ley de Atención Asequible de la Salud (ACA, por sus siglas en inglés) pende de un hilo, los integrantes de la cúpula política del país —desde la Presidencia hasta los más bajos rangos— se han enfrascado en una ominosa guerra de palabras, donde no han faltado francotiradores partidistas. Todos esos litigantes se han venido aferrando a inflexibles posiciones ideológicas, revelando, así, su obstinación de buscar sólo mezquinas ventajas políticas.
El destino de millones de estadounidenses pobres, o
relativamente marginados, quedó omiso por completo desde la primera batalla que
el nuevo gobierno entabló en torno a la reforma sanitaria (la primera de muchas
escaramuzas políticas, obvio). El acceso a una atención médica de calidad por
parte de esas amplias masas depende ahora de lo que se les ocurra a sus
representantes en la capital del país. Al margen de cualquier politiquería, su
bienestar debiera estar en el centro del debate. El deber y la alta vocación
para servir al bien común —valores inscritos en las actas fundacionales de la
nación— deben guiar a los legisladores de ambos bandos.
Tristemente, esto está muy lejos de la realidad; y,
con la inminente batalla por la reforma fiscal que ahora mismo se extiende
sobre todo Washington, D.C., es de temer que en el camino quede extraviada una
auténtica reforma sanitaria. Por lo mismo, ya sea para bien o para mal, la ACA
se mantendrá vigente en el futuro previsible, protegiendo como hasta ahora a
algunos ciudadanos, al tiempo que aumentará la carga financiera de muchos
otros, sobre todo por las elevadas tarifas y el reducido número de aseguradoras
que se han adherido a esta ley, al margen de muchas otras dificultades,
complejas e irresolubles, que complican dicho programa.
De manera concreta, debe recordarse que la ACA no fue
una simple ocurrencia del gobierno de Obama. Hace tres décadas, al menos, la
Primera Dama del gobierno de Clinton impulsó, aún imperfectamente, un proyecto para proporcionarles atención
médica a las masas más desprotegidas de nuestro país. El eslogan simplista y
chovinista de «repeal and replace» (rechaza y sustituye) difícilmente expresa
la complejidad de esta situación. Aún más grave, tal enfoque deja de lado las
necesidades inaplazables de los destinatarios finales de cualquier reforma: los
estadounidenses más vulnerables y desprotegidos, cualquiera que sea su origen.
Por supuesto, a todos nos queda claro que la ACA
necesita mejorarse en diversos aspectos. Todos los involucrados —legisladores,
aseguradoras, empresas farmacéuticas,
fabricantes de aparatos médicos, etc., así como el pueblo estadounidense en su
conjunto— hemos llegado a la conclusión de que es necesario restaurar y
transformar el programa en cierta medida. No bien así, el proceso requerido
deberá guiarse a partir del sentido común y de un enfoque de bienestar general
(nada de políticas partidistas que sólo buscan su propio beneficio, siempre
veloces y relajadas al traficar con el bienestar físico, emocional y mental de
incontables ciudadanos estadounidenses).
Un primer paso ideal hacia la reforma de la ACA y del
sistema sanitario en general sería establecer un panel o comisión de
especialistas, cuyos miembros aportaran sus respectivos conocimientos para
enfrentar este reto desde una perspectiva totalmente imparcial. Esto significa
que a los miembros del panel o de la comisión se les encomendaría diseñar un
plan al respecto, pero desde una perspectiva totalmente imparcial, apolítica y
ajena a cualquier simpatía. Su objetivo sería más que claro: ¿cómo el gobierno
puede atender de manera más eficaz las necesidades de todos los
estadounidenses, especialmente de quienes sufren las peores y más vulnerables
condiciones?
Un caso ejemplar de ello sería incluir, junto con el
grupo de expertos, a un número significativo de médicos de cabecera, todos reconocidos y selectos. Su experiencia sería crucial
gracias al trabajo que han realizado en algunas de las comunidades más pobres
del país, como las ubicadas en las zonas rurales y en los barrios bajos de las
grandes ciudades. Dichos médicos están en condiciones de ofrecer un testimonio,
tan elocuente como factual, de las difíciles situaciones que padecen los
estadounidenses que no cuentan con una adecuada atención médica a causa de la
pobreza, la cual los ha condenado a vivir largamente en condiciones de miseria
tan ocultas como lastimosas y atroces.
Este aspecto doloroso —y, francamente, digno de vergüenza—
que define la realidad de Estados Unidos en pleno siglo XXI, nos obliga a
reconocer la importancia que entraña fortalecer y mejorar el programa Medicaid
del país. Este propósito debe formar parte de cualquier programa de reforma del
sector salud. Estados Unidos carece de un programa de cobertura sanitaria como
del que gozan los países europeos. Nuestros desplazados tienen al Medicaid como
la opción más cercana con que pueden contar en ese sentido. Y, nadie puede
negarlo, el Medicaid requiere reformarse también: el programa de beneficios
debe llegar a ser más eficiente, ser menos propenso al desfalco y al fraude. En
cualquier caso, Estados Unidos debe hacer todo lo posible para atender a los
más desvalidos y vulnerables miembros de su sociedad.
La reforma en materia de salud no debe tratarse como
un partido de fútbol, con ánimos de desquite y de humillación para los
oponentes. Nuestros políticos están llamados a avanzar por vías superiores para
mejorar al máximo el acceso a la atención médica que requieren los estadounidenses
de todas las clases sociales. Esto también significa aliviar la carga
financiera que soportan las clases medias, cada vez más oprimidas. Sin embargo,
por encima de todo, la máxima autoridad del país es quien tiene la mayor
obligación de asegurar que los estadounidenses menos favorecidos obtengan la
atención que necesitan, lo cual constituye el sine qua non de cualquier reforma sanitaria moralmente legítima.
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