viernes, 21 de mayo de 2021

Un llamado en favor de los migrantes y refugiados

 

EL PAPA FRANCISCO HA URGIDO A LOS LÍDERES MUNDIALES y a los pueblos que gobiernan para que abran sus corazones de cara a los extranjeros que ya están entre ellos o ante quienes buscan entrar desesperadamente a sus países. En este mensaje dirigido durante la celebración del 107 Día Mundial de los Migrantes y Refugiados —que se celebrará el 26 de septiembre de 2021—, el Pontífice presentó su visión sobre un mundo donde “todos los pueblos se encuentran unidos en paz y concordia, celebrando las bondades de Dios y las maravillas de la creación”.

El Papa indica ahí que “debemos esforzarnos todos para derribar los muros que nos separan y construir puentes que favorezcan la cultura del encuentro, conscientes de la intima interconexión que existe entre nosotros. En esta perspectiva, las migraciones  contemporáneas  nos brindan la oportunidad de superar nuestros miedos para dejarnos enriquecer por la diversidad del don de cada uno. Entonces, si lo queremos, podemos transformar las fronteras en lugares privilegiados de encuentro, donde puede florecer el milagro de un nosotros cada vez más grande”.

“Transformar las fronteras en lugares privilegiados de encuentro” entraña una poderosa convocatoria para humanizar la política migratoria de Estados Unidos y alejarla del legalismo que solo protege a estrechos intereses políticos y económicos a costa del sufrimiento de millones de hombres, mujeres y niños. Desde luego, la perspectiva del Papa sobre esta compleja realidad nos obliga a elevar nuestras propias miras. Pero es que algo debe hacerse para empezar a paliar el sufrimiento generalizado de quienes buscan acceder a Estados Unidos al huir de gobiernos tiranos, de la violencia, el hambre o la pobreza. 

Primero y ante todo, una reforma migratoria que intente, aun modestamente, reflejar la visión papal deberá ser necesariamente una iniciativa bipartita. Actualmente, este asunto es como un juego de fútbol político donde ambos partidos se oponen a una reforma genuina y de largo alcance no bien esta prometería hacerle ganar muchos votos al partido que impulse ese cambio. La administración Biden está haciendo algunos cambios oportunos a las políticas de la era Trump, pero aun así, se está quedando corta en el propósito de transformar el sistema. Un cambio verdadero debiera poner de relieve y reconocer el drama humano que —aquí y en todo el mundo— obliga a los refugiados y los migrantes a tomar enormes riesgos en busca de seguridad y prosperidad. 

La política de inmigración de Estados Unidos sigue siendo una suerte de mosaico, mientras que lo que se requiere urgentemente es una visión holística, integral. Lo que se necesita, en efecto, es una revisión profunda de este sistema, capaz de proporcionar tranquilidad a los millones que hoy viven en el miedo y la oscuridad, que sufren abusos y maltratos. 

Deben debatirse abiertamente y sin restricciones algunas verdades dolorosas. Como el hecho de que el racismo es uno de los factores clave que obstruyen el cambio. Tanto en la cúpula como en la base de la pirámide política y social, existen prejuicios contra las personas de color y de orígenes culturales distintos al hegemónico. Algunos de estos prejuicios se manifiestan —tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo— a través de lo que el papa Francisco llama “nacionalismos cerrados y agresivos”. 

Además, persiste el mito de que los inmigrantes, legales e indocumentados, les arrebatan los empleos a los ciudadanos estadounidenses. La verdad es que el trabajo que hacen estos recién llegados —limpiar casas y oficinas, lavar platos y otros empleos duros y de bajo ingreso—es despreciado y rechazado por los estadounidenses. Esto también es cierto para el trabajo que trae a muchos otros trabajadores a este país: el trabajo agotador que se precisa para cultivar la tierra. A falta de alternativas, estos trabajadores agrícolas se quedan cuando vencen sus permisos de trabajo, y entonces, acaban en condiciones de servidumbre, sin ningún estatus legal que los proteja. Asimismo, no debe olvidarse el hecho de que casi todos los trabajadores  indocumentados —tan vulnerables y expuestos a la explotación— ¡pagan impuestos! 

Conforme a información oficial, hay alrededor de 10.5 millones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos, pero el total real debe ser mucho mayor. Además, hay millones de jóvenes que  nacieron aquí y sus padres son indocumentados o que llegaron aquí siendo niños. Muchos de esos jóvenes han llegado a la universidad. Pero a causa del estatus migratorio de sus padres, carecen de la documentación exigida para poder integrarse completamente a la sociedad estadounidense. En  consecuencia, están en riesgo de ser deportados, enviados a “casa” en un país donde nunca han vivido o del que salieron cuando eran niños.

Dejando de lado a las multitudes que claman en nuestra frontera sur para que se les autorice entrar, estos jóvenes, al igual que sus padres, ruegan quedarse en Estados Unidos.  Evidentemente, se trata de un claro caso de injusticia. Las autoridades migratorias de Estados Unidos debieran ofrecerles a ambas generaciones una vía hacia la ciudadanía que no tarde 10 o 20 años. Tal y como están las cosas, se les ha condenado a vivir en la sombra sin ningún derecho durante muchos años. 

Al ser una nación fundada en principios judeocristianos, nos corresponde promover políticas que respeten la dignidad humana de todos los que buscan refugio en Estados Unidos. Necesitamos leyes que reconozcan la humanidad común que nos vincula a todos, sin importar el color de la piel, el estatus socioeconómico o la condición legal de cada cual. La Tierra, ha dicho el papa Francisco, es nuestro “hogar común”. 

Asimismo, nos ha convocado a crear “compromiso personal y colectivo, que se hace cargo de todos los hermanos y hermanas que seguirán sufriendo mientras tratamos de lograr un desarrollo más sostenible, equilibrado e inclusivo. Un compromiso que no hace distinción entre autóctonos y extranjeros, entre residentes y huéspedes, porque se trata de un tesoro común, de cuyo cuidado, así como de cuyos beneficios, nadie debe quedar excluido”. 

He aquí una perspectiva para una auténtica reforma migratoria. Al final, como ha dicho el Pontífice: “somos como granos de arena, todos distintos y únicos, pero que juntos pueden formar una hermosa playa, una verdadera obra de arte”. 


Mario J. Paredes, presidente ejecutivo de SOMOS Community Care: una red de 2,500 médicos independientes —en su mayoría, de atención primaria— que atienden a cerca de un millón de los pacientes más vulnerables del Medicaid de la Ciudad de Nueva York