viernes, 21 de septiembre de 2012

Que Todos Seamos Uno En La Diversidad


Un sínodo, la palabra sínodo, proveniente del latín sinŏdus, y este a su vez del griego σúνοδος sínodos, que en el griego koiné (o griego popular, que hablaba el pueblo, a diferencia del griego clásico, de los filósofos) significa literalmente 'caminar juntos', y hoy, en la Iglesia Católica designa - según el Canon 342 del vigente Código de Derecho Canónico, una asamblea de Obispos, de carácter no deliberativo sino consultivo,  escogidos de las distintas regiones del mundo, que se reúnen en ocasiones determinadas para fomentar la unión estrecha entre el Romano Pontífice y los Obispos del mundo sobre temas de actualidad en la vida de la Iglesia y del Mundo.


Un Sínodo, entonces, es un cuerpo consultivo de obispos convocado por el Papa de manera ordinaria cada tres años y de manera extraordinaria cuando el Papa lo considere necesario. Hay sínodos sobre temas pastorales pero los hay también continentales como el Sínodo de la Iglesia en América o en Asia.

El próximo mes de octubre la la Iglesia Católica celebrará el Sínodo – de carácter ordinario - sobre la Nueva Evangelización. Será el XIII Sínodo de los obispos católicos y se constituye en una oportunidad única para que los católicos de toda raza, lengua, pueblo y condición social reflexionemos sobre los desafíos que esta coyuntura histórica de la humanidad y la vida del hombre y del cristiano en la sociedad actual le plantean a la tarea evangelizadora de la Iglesia en el mundo.

El sábado 3 de diciembre de 2005 el Santo Padre Benedicto XVI en un discurso al segundo grupo de obispos de Polonia en visita “Ad limina habló de la Nueva Evangelización, refiriéndose a la homilía del Beato Juan Pablo II a los obreros de Nowa Huta, durante el primer viaje a su patria, recordando sus palabras: “De la cruz de Nowa Huta ha comenzado la nueva evangelización”. Fue en esa ocasión cuando Juan Pablo II proclamó la necesidad de una “Nueva Evangelización” e inauguró este término para designar todo lo que la Iglesia Católica tiene que hacer para que – con nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones – cumpla adecuadamente con la tarea de impregnar de criterios del evangelio las realidades temporales.

Con el próximo Sínodo se busca desarrollar directrices de como presentar nuestra fe en esta hora actual, cómo vivirla, cómo anunciarla y cómo evangelizar el mundo de hoy con sus relaciones interpersonales, micro y macroeconómicas, políticas y culturales, artísticas y deportivas, culturales y tecnológicas, realidades locales o internacionales, realidades comunitarias o globales, etc.

Subyace en la intencionalidad de este Concilio la misma idea desarrollada por Juan Pablo II en la celebración de los 500 años de evangelización en América. Por lo que la comunidad hispana residente en los Estados Unidos ha de volver a preguntarse por su presencia “católica” en esta Nación, por la identidad católica que impregna la historia de nuestros orígenes hispanoamericanos y los desafíos propios que nuestra condición de católicos migrantes nos lanza y le lanza a la Iglesia Católica en esta gran Nación.

Algunos de estos grandes retos y clamores entre lo hispano y lo angloamericano, entre lo anglo-católico y los hispano-católico, entre lo puramente hispánico y lo puramente anglo y norteamericano tiene que ver con la comunión y la participación, con el deseo de Jesús puesto de manifiesto en el evangelio de Juan: “Que todos sean uno” (Jn 17,21). Unidad que se realiza en la plena participación y en la integración, no así en la asimilación de la cultura hispana por parte de la cultura dominante.

Aunque falte mucho por hacer en este campo, es mucho también lo logrado con grandes cuotas de sacrificio: el año 1970 se nombra a Mons. Patricio Flores como primer obispo de origen hispano en los EEUU., actualmente obispo emérito de San Antonio-Texas. Pero en la actualidad contamos con 47 obispos hispanos.

Ahora bien, no sólo necesitamos nombramiento de obispos hispanos, también necesitamos nombramiento de académicos hispanos en las universidades e impulsar el desarrollo de un liderazgo político inspirado en el magisterio de la Iglesia que logre con el apoyo y concurso de todos, entre otras muchas cosas, leyes migratorias humanas, equitativas y justas para los pobres y marginados del evangelio, que hoy entre nosotros, tienen rostros y apellidos propios: se trata de los millones de pobres, empobrecidos, marginados y excluidos de las sociedades de donde salieron y en esta a la que llegan donde – por falta de documentos – se les explota, persigue y condena a vivir en condiciones no propias de habitantes de esta Nación que se precia de ser sociedad libre y democrática y muchísimo menos de hijos de Dios.

Todo lo cual ha de contribuir al cumplimiento de la visión y el sueño de Juan Pablo II: llegar a ser y hablar no de tres américas sino de UNA AMERICA unida y para todos. Una América con distintos rostros, lenguajes y colores, con distintos credos e ideologías, con distintos sabores y costumbres pero con un destino común: construir una sociedad más fraterna, más solidaria, más humana y más justa. Una sociedad en la que nadie sobra y todos caben y a todos les es posible la mayor realización de los mejores y más humanos anhelos.

Así el tema sinodal del próximo octubre sobre la Nueva Evangelización nos interpela y adquiere en nuestro contexto hispano en los Estados Unidos perfil e interés propio: el de descubrir lo propio de lo hispano, de lo norte-americano y lo católico como posibilidad de convergencia, de integración, de unidad y de enriquecimiento mutuo con nuestras diferencias y no como obligatoria separación y causa de rechazo y discriminación por todo aquello que no nos es común.

Común nos es a todos el mismo origen divino, las mimas tendencias a lo noble, bueno, bello y verdadero. Común nos es a todos el planeta que habitamos y los sueños de un mundo mejor. Común nos es a todos los creyentes en Cristo (hispanos y no hispanos) el sueño y la tarea de construir la unidad – en la diversidad - vivida y predicada por nuestro Señor Jesucristo.

lunes, 17 de septiembre de 2012

A Medio Siglo del Vaticano II

 
El Papa Juan XXIII firma la bula convocando el Concilio
Vaticano II, 25 de diciembre 1961. (Foto CNS)
 
Hace cincuenta años se inauguró el Concilio Ecuménico Vaticano II. Se iniciaba así el vigésimo segundo Concilio Ecuménico (vale decir, de carácter universal) en la historia de la Iglesia Católica. El Concilio Vaticano II fue convocado por el Papa Juan XXIII el 25 de enero de 1959 y, sin duda, uno de los eventos históricos que marcó la historia del mundo y de la Iglesia en el siglo XX. El Concilio constó de cuatro sesiones: la primera de ellas fue presidida por el mismo Papa en el otoño de 1962. Él no pudo concluir este Concilio ya que falleció un año después, (el 3 de junio de 1963). Las otras tres etapas fueron convocadas y presididas por su sucesor, el papa Pablo VI, hasta su clausura en 1965. La lengua oficial del Concilio fue el latín. El Conclio Vaticano II fue, también, el Concilio que contó contó con mayor y más diversa representación de lenguas y razas, con una media de asistencia de unos dos mil padres conciliares procedentes de todos los rincones de la tierra y contó, además, con la asistencia de miembros de otras confesiones religiosas cristianas.

El Concilio se convocó con los fines principales de promover el desarrollo de la fe católica, lograr una renovación moral de la vida cristiana de los fieles, adaptar la disciplina eclesiástica a las necesidades y métodos de nuestro tiempo y lograr la mejor interrelación con las demás religiones, principalmente las orientales. Se pretendía así, que fuera un aggiornamento o puesta al día de la Iglesia con el trasegar de la historia de la humanidad, renovando los elementos que más necesidad tuvieran de ello, revisando el fondo y la forma y los contenidos de la tarea evangelizadora de la Iglesia en el mundo. Para ello, el Concilio Vaticano II pretendió proporcionar una apertura dialogante con el mundo moderno, actualizando la vida de la Iglesia, con nuevo lenguaje conciliatorio frente a problemas actuales y antiguos.

La multitud de representantes de tantos y tan distintos rincones de la Iglesia en el mundo nos permite suponer que las sesiones, discusiones y documentos emanados del Concilio contienen una diversidad de visiones sobre el ser y quehacer de la Iglesia en el mundo.

Sin embargo si podemos – en la cortedad de este artículo – subrayar como ejes temáticos del Conclio Vaticano II:

  • La necesidad de retornar a las fuentes: a la Buena Nueva vivida y predicada por el mismo Jesús de Nazareth durante su ministerio público y a la experiencia cristiana de los primeros días de la Iglesia vivida por las primeras comunidades cristianas. Después de veinte siglos de trasegar por la historia del mundo se hacía necesaria una reflexión, una revisión, una poda y una puesta al día de todo aquello que corresponde y que no corresponde con la indefectibilidad de la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo.
  • Todos los bautizados, miembros del Pueblo de Dios, estamos llamados a la santidad. Y, en el Concilio Vaticano II, la comprensión de la Iglesia derrumba y remonta los límites geográficos para convertirse en espacio de salvación para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, todos los que viven en Cristo sin conocerlo y saberlo porque viven amando y sirviendo para la construcción de sociedades más fraternas.
  • Así mismo, la Iglesia se entiende a sí misma como Madre y Maestra, pero – sobre todo – como espacio de compasión y de misericordia en el mundo para acoger y albergar en su seno a todos, especialmente a los más pequeños, los más débiles y empobrecidos del mundo; de la misma manera que Jesús fue en su momento espacio de misericordia, signo sacramental y presencia histórica del amor del Padre.
  • En el Concilio Vaticano II, la Iglesia se entiende más como comunidad de comunidades, de comunión y participación y se va alejando del modelo imperial y piramidal romano y vuelve a tomar conciencia de su poder y rol protagónico en el mundo entendido como servicio a ejemplo de su Señor.
  • La centralidad de la Sagrada Escritura y, en ella, del evangelio (Buena Nueva) que es Jesús mismo: norma normativa no normada de nuestro ser y quehacer como discípulos. Por lo que el acceso y estudio de la Teología y, en concreto, de la Sagrada Escritura ha venido siendo posible, promocionado y fomentado en la tarea evangelizadora y misionera de la Iglesia.
Con estos y otros ejes temáticos importantes todos y muy novedosos algunos, el Concilio Vaticano propició enormes cambios al interior de la vida de la Iglesia, de sus miembros y en la manera de presentarse la Iglesia ante el mundo. Al mismo tiempo, aparecieron contrastes y tensiones entre los que deseaban y desean – conservadoramente – más apego a las costumbres y tradiciones y los que quisieran un caminar de la Iglesia más cónsono con el ritmo de la humanidad en la historia.

Baste recordar aquí la introducción de la lengua propia de cada lugar para la liturgia del Pueblo de Dios y todos los cambios suscitados en el culto divino, la creación de cuerpos colegiados en la vida de la Iglesia como los Sínodos, las Conferencias Episcopales, los Consejos Parroquiales, etc. con el propósito de “democratizar” la participación en el ser y quehacer de la Iglesia de todo el Pueblo de Dios.

El contexto en el que se realizaron las sesiones conciliares se inscribe además en un contexto mayor: el de la década de los años sesentas marcada por todo tipo de convulsiones espirituales a lo largo y ancho del planeta: la percepción de la historia de la humanidad como un “cementerio de esperanzas”, un sentimiento de no-futuro porque la ciencia y la tecnología modernas no solucionaron los grandes problemas de la humanidad (hambre, miseria, injusticia, divisiones, inequidad) y acarrearon unos nuevos (contaminación, carrera armamentista, etc), rebeldía juvenil, protestas, movimientos revolucionarios de izquierda, guerrillas, movimientos de liberación sexual, etc. Este nuevo espíritu de la humanidad afectó y afecta necesariamente la vida de la Iglesia y de todos sus miembros, pues la Iglesia - inserta en el mundo - no puede substraerse a las luces y sombras del mundo en el que camina y al que intenta iluminar con la luz del evangelio de Jesucristo.

La celebración de estos cincuenta años del Concilio nos pide volver a los documentos conciliares para conocerlos y vivirlos y, sobre todo, para retornar al espíritu de renovación que impulsó la mente y el corazón de quienes lo convocaron y lo hicieron posible, para volver a la gran lección que nos dejó el Concilio Vaticano II: la necesidad de que la Iglesia conozca mejor la historia del mundo y de la humanidad a la que está destinada en su ser y en su tarea para ser fiel a Aquel en quien se esclarece la vida, el misterio de todo hombre y de toda la humanidad.

viernes, 14 de septiembre de 2012

En el Mes Nacional de la Herencia Hispana


El 17 de septiembre de 1968 el Congreso de los Estados Unidos autorizó al presidente Lyndon B. Johnson a que proclamara la Semana Nacional de la Herencia Hispana. Dicha proclama instaba al pueblo estadounidense, especialmente a las entidades educativas, a observar la semana con ceremonias y actividades apropiadas. Para estimular esta participación, el presidente Gerald R. Ford emitió, en 1974, una proclama que instaba a las escuelas y a las organizaciones de derechos humanos a participar de lleno en esa semana.

Veinte años más tarde, el 17 de agosto de 1988, el entonces presidente Ronald Reagan reiteró la llamada de Ford a un reconocimiento más amplio de los estadounidenses de origen hispano y para ello el Congreso aprobó la Ley 100-402 que amplió la celebración por un periodo de 31 días al que se denominó EL MES NACIONAL DE LA HERENCIA HISPANA (del 15 de septiembre al 15 de octubre de cada año). Ahora los Estados Unidos celebran por un mes la cultura y las tradiciones de los residentes en este país con raíces en España, México y los países de habla hispana de Centroamérica, Sudamérica y el Caribe y se rinde honor a los logros de la comunidad hispana o latina residente en esta Nación.

Esta es una celebración y una oportunidad muy importante. Una celebración, porque – como Comunidad Hispana - rememoramos y festejamos alrededor de nuestro origen, de nuestra historia, de nuestra cultura y de nuestros valores toda nuestra identidad y nuestro ser en esta Nación. Y una oportunidad porque es un tiempo privilegiado para que cada año revisemos nuestro quehacer “hispano” en esta Nación, nuestros objetivos comunes (si los tenemos), nuestros empeños, nuestros esfuerzos, nuestros anhelos, nuestras búsquedas, nuestros ideales, nuestros aportes a la historia y progreso del suelo que ahora habitamos y, sobre todo, los logros que nuestra presencia hispana va obteniendo en el concierto total de la vida en esta gran Nación.

Los hispanos de varias generaciones, procedentes de distintos rincones de América Latina y con las más variadas y ricas expresiones culturales, a los que nos une un pasado histórico que nos relaciona con España o Portugal, un lenguaje (también rico y diverso) y la fe católica presente en nuestros orígenes como naciones, ya somos muchos en esta Nación. El Censo Nacional del año 2000 contó 56 millones de personas de origen hispano viviendo en los Estados Unidos, lo que nos convierte en la minoría mayoritaria pues representamos el 15% de la población total de los Estados Unidos de Norteamérica.

Pero el crecimiento numérico como población supone, al mismo tiempo, el crecimiento de los problemas que como comunidad debemos afrontar y resolver al interior de la misma comunidad y, hacia afuera, en relación con el resto de la muy diversa y multicultural población de los Estados Unidos en todos los campos de la vida en sociedad: académicos, económicos, políticos, culturales, artísticos, deportivos, religiosos, etc.

Grandes problemas que afrontamos son, entre otros: nuestra falta de conocimiento al interior de nosotros mismos y de nuestras comunidades hispanas, nuestra falta de integración y unidad, nuestro poco o nulo sentido de pertenencia a la comunidad hispana presente en los Estados Unidos, nuestra falta de liderazgo y de la interrelación entre el liderazgo de las distintas comunidades, nuestra falta de objetivos comunes (especialmente políticos) y la ausencia de visión común para luchar y alcanzar logros comunes en la vida de esta Nación, ni siquiera gozamos de un nombre propio y común que nos defina e identifique como comunidad frente al resto de la Nación.

Así, por ejemplo, el último estudio que hizo la compañía PEW Hispanic Center revela que:

• La mayoría de los hispanos o latinos, no se quieren llamar a sí mismos “hispanos” o “latinos”.

• Aproximadamente el 51% de los hispanos de la Nación prefieren identificarse según el país de origen de la familia.

• Sólo el 49% de los encuestados dijeron que emplean la denominación de hispanos y latinos.

• Apenas el 21% dijeron que prefieren describirse como americanos.

• El 79% de los encuestados dijeron que si tuvieran que hacerlo de nuevo, vendrían a los Estados Unidos.

De otra parte, durante – especialmente – los últimos cinco años, el debate migratorio en los Estados Unidos ha sido pobre, penoso, desfavorable e injusto con la Comunidad Hispana: se nos ha maltrato, se nos han impedido procesos de legalización y se nos han negado oportunidades sociales para integrarnos a la vida nacional de este país.

Este fracaso en política migratoria especialmente con la comunidad Hispana presente en esta Nación admite muchas lecturas pero se debe en gran medida a nuestra falta de unidad, de conocimiento y cohesión interna, a la carencia de líderes hispanos que representen nuestras necesidades, inquietudes, clamores, urgencias, anhelos.

En el tema migratorio, la Iglesia Católica, enriquecida aquí por el número creciente de fieles hispanos que ahora la integran, ha sabido hacer de “Madre y Maestra” para la Comunidad Hispana. La Iglesia Católica, en los Estados Unidos, ha aprovechado la oportunidad histórica de alzarse con el liderazgo y la vocería en este tema tan importante para gran número de sus fieles (los hispanos) y tan importante en el concierto nacional donde la Comunidad Hispana está llamada no a asimilarse (perdiendo así su identidad) pero sí a integrarse (con toda su riqueza histórica y sus valores culturales y cristianos) en la totalidad de los campos sociales que componen y dan forma a la vida esta Nación.