lunes, 17 de septiembre de 2012

A Medio Siglo del Vaticano II

 
El Papa Juan XXIII firma la bula convocando el Concilio
Vaticano II, 25 de diciembre 1961. (Foto CNS)
 
Hace cincuenta años se inauguró el Concilio Ecuménico Vaticano II. Se iniciaba así el vigésimo segundo Concilio Ecuménico (vale decir, de carácter universal) en la historia de la Iglesia Católica. El Concilio Vaticano II fue convocado por el Papa Juan XXIII el 25 de enero de 1959 y, sin duda, uno de los eventos históricos que marcó la historia del mundo y de la Iglesia en el siglo XX. El Concilio constó de cuatro sesiones: la primera de ellas fue presidida por el mismo Papa en el otoño de 1962. Él no pudo concluir este Concilio ya que falleció un año después, (el 3 de junio de 1963). Las otras tres etapas fueron convocadas y presididas por su sucesor, el papa Pablo VI, hasta su clausura en 1965. La lengua oficial del Concilio fue el latín. El Conclio Vaticano II fue, también, el Concilio que contó contó con mayor y más diversa representación de lenguas y razas, con una media de asistencia de unos dos mil padres conciliares procedentes de todos los rincones de la tierra y contó, además, con la asistencia de miembros de otras confesiones religiosas cristianas.

El Concilio se convocó con los fines principales de promover el desarrollo de la fe católica, lograr una renovación moral de la vida cristiana de los fieles, adaptar la disciplina eclesiástica a las necesidades y métodos de nuestro tiempo y lograr la mejor interrelación con las demás religiones, principalmente las orientales. Se pretendía así, que fuera un aggiornamento o puesta al día de la Iglesia con el trasegar de la historia de la humanidad, renovando los elementos que más necesidad tuvieran de ello, revisando el fondo y la forma y los contenidos de la tarea evangelizadora de la Iglesia en el mundo. Para ello, el Concilio Vaticano II pretendió proporcionar una apertura dialogante con el mundo moderno, actualizando la vida de la Iglesia, con nuevo lenguaje conciliatorio frente a problemas actuales y antiguos.

La multitud de representantes de tantos y tan distintos rincones de la Iglesia en el mundo nos permite suponer que las sesiones, discusiones y documentos emanados del Concilio contienen una diversidad de visiones sobre el ser y quehacer de la Iglesia en el mundo.

Sin embargo si podemos – en la cortedad de este artículo – subrayar como ejes temáticos del Conclio Vaticano II:

  • La necesidad de retornar a las fuentes: a la Buena Nueva vivida y predicada por el mismo Jesús de Nazareth durante su ministerio público y a la experiencia cristiana de los primeros días de la Iglesia vivida por las primeras comunidades cristianas. Después de veinte siglos de trasegar por la historia del mundo se hacía necesaria una reflexión, una revisión, una poda y una puesta al día de todo aquello que corresponde y que no corresponde con la indefectibilidad de la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo.
  • Todos los bautizados, miembros del Pueblo de Dios, estamos llamados a la santidad. Y, en el Concilio Vaticano II, la comprensión de la Iglesia derrumba y remonta los límites geográficos para convertirse en espacio de salvación para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, todos los que viven en Cristo sin conocerlo y saberlo porque viven amando y sirviendo para la construcción de sociedades más fraternas.
  • Así mismo, la Iglesia se entiende a sí misma como Madre y Maestra, pero – sobre todo – como espacio de compasión y de misericordia en el mundo para acoger y albergar en su seno a todos, especialmente a los más pequeños, los más débiles y empobrecidos del mundo; de la misma manera que Jesús fue en su momento espacio de misericordia, signo sacramental y presencia histórica del amor del Padre.
  • En el Concilio Vaticano II, la Iglesia se entiende más como comunidad de comunidades, de comunión y participación y se va alejando del modelo imperial y piramidal romano y vuelve a tomar conciencia de su poder y rol protagónico en el mundo entendido como servicio a ejemplo de su Señor.
  • La centralidad de la Sagrada Escritura y, en ella, del evangelio (Buena Nueva) que es Jesús mismo: norma normativa no normada de nuestro ser y quehacer como discípulos. Por lo que el acceso y estudio de la Teología y, en concreto, de la Sagrada Escritura ha venido siendo posible, promocionado y fomentado en la tarea evangelizadora y misionera de la Iglesia.
Con estos y otros ejes temáticos importantes todos y muy novedosos algunos, el Concilio Vaticano propició enormes cambios al interior de la vida de la Iglesia, de sus miembros y en la manera de presentarse la Iglesia ante el mundo. Al mismo tiempo, aparecieron contrastes y tensiones entre los que deseaban y desean – conservadoramente – más apego a las costumbres y tradiciones y los que quisieran un caminar de la Iglesia más cónsono con el ritmo de la humanidad en la historia.

Baste recordar aquí la introducción de la lengua propia de cada lugar para la liturgia del Pueblo de Dios y todos los cambios suscitados en el culto divino, la creación de cuerpos colegiados en la vida de la Iglesia como los Sínodos, las Conferencias Episcopales, los Consejos Parroquiales, etc. con el propósito de “democratizar” la participación en el ser y quehacer de la Iglesia de todo el Pueblo de Dios.

El contexto en el que se realizaron las sesiones conciliares se inscribe además en un contexto mayor: el de la década de los años sesentas marcada por todo tipo de convulsiones espirituales a lo largo y ancho del planeta: la percepción de la historia de la humanidad como un “cementerio de esperanzas”, un sentimiento de no-futuro porque la ciencia y la tecnología modernas no solucionaron los grandes problemas de la humanidad (hambre, miseria, injusticia, divisiones, inequidad) y acarrearon unos nuevos (contaminación, carrera armamentista, etc), rebeldía juvenil, protestas, movimientos revolucionarios de izquierda, guerrillas, movimientos de liberación sexual, etc. Este nuevo espíritu de la humanidad afectó y afecta necesariamente la vida de la Iglesia y de todos sus miembros, pues la Iglesia - inserta en el mundo - no puede substraerse a las luces y sombras del mundo en el que camina y al que intenta iluminar con la luz del evangelio de Jesucristo.

La celebración de estos cincuenta años del Concilio nos pide volver a los documentos conciliares para conocerlos y vivirlos y, sobre todo, para retornar al espíritu de renovación que impulsó la mente y el corazón de quienes lo convocaron y lo hicieron posible, para volver a la gran lección que nos dejó el Concilio Vaticano II: la necesidad de que la Iglesia conozca mejor la historia del mundo y de la humanidad a la que está destinada en su ser y en su tarea para ser fiel a Aquel en quien se esclarece la vida, el misterio de todo hombre y de toda la humanidad.

No hay comentarios: