Con la celebración de la solemnidad de los apóstoles PEDRO y PABLO culmina, este 29 de junio de 2009, el llamado AŇO PAULINO, convocado por el Papa Benedicto XVI para profundizar en la vida y obra del hombre, del convertido, del cristiano, del teólogo y escritor, del misionero Saulo/Paulo de Tarso.
Es mucho lo que los cristianos debemos a la vida y obra de estos dos pilares del cristianismo, quienes iluminaron con su ser y actuar la primera alborada de la Iglesia y marcaron, con estilos y visiones sobre la tarea evangelizadora diversas pero siempre cristianas, los primeros senderos por donde habría de enrutarse la predicación del evangelio de Jesucristo, empezando por Jerusalén hasta llegar a todos los confines de la tierra.
PABLO quien, con su afán de contar al mundo la buena noticia del evangelio acaecida como acontecimiento salvífico en su propia vida, abre esas primeras rutas de evangelización por el mundo entonces conocido, por lo que, con sobrada razón, merece y recibe el titulo del Apóstol de los Gentiles. A diferencia de Pedro, Pablo saca el acontecimiento cristiano de los puros moldes judíos veterotestamentarios y se lanza a la aventura de hacer conocer la buena noticia que fue, en su misma vida, el acontecimiento Cristo.
Porque si algo es claro y evidente en la vida, predicación, escritos y viajes de Pablo, es una honda experiencia de la gratuidad absoluta de la fe. Según Pablo, es Cristo quien toma gratuitamente la iniciativa en el “encuentro” y en toda su novedosa experiencia religiosa cristiana. Por eso toda la reflexión sobre la fe en la predicación y los escritos de Pablo es de tipo vivencial, experiencial, gratuito y para la salvación/felicidad de todos los hombres, en contraste con lo que después y hasta hoy fueron y son ciertos tipos de teología excesivamente racionales y etéreos.
Muy significativo resulta en nuestros días y, muy especialmente en nuestro contexto social y cultural, lo que podríamos llamar el “multiculturalismo paulino”, es decir, la capacidad que tuvo Pablo de conocer muy bien, de convivir y de reconciliar con las culturas vigentes y preponderantes de su espacio/tiempo: la semítica o judía y veterotestamentaria, la helénica y la romana. Capacidad que muestra y queda patente en su predicación, en sus escritos pero, sobre todo, en su afán apostólico y misionero.
Pablo entendió bien que la nota de la “catolicidad” o “universalidad” de la Iglesia supone, efectivamente, la posibilidad real de que todos los hombres y mujeres, reconociéndonos hermanos, hijos del mismo Padre de Nuestro Señor Jesucristo, construyan un mundo como una sola mesa, alrededor del único pan de Vida que es Cristo.
Catolicidad/universalidad de la Iglesia que, por tanto, no sabe de discriminaciones, de distingos, de diferencias, de estratificaciones, de fronteras, de muros, de colores, de estados o estilos de vida, de condiciones sociales, etc. Catolicidad que hoy, urge tanto vivir al interior de la misma Iglesia Católica, en la relación de las iglesias cristianas entre sí y en la relación de la cultura “estadounidense” con el resto de hombres y mujeres que – para el engrandecimiento de esta Nación - aquí llegan en busca de mejores condiciones de vida, provenientes de tantos y tan diversos rincones de la tierra.
Así, esta nota de catolicidad/universalidad, esencial en la vida cristiana, vivida petrina y paulinamente contiene, ella misma, la semilla y los frutos de un auténtico ecumenismo que cumpla con el deseo del mismo Jesús: “Que todos sean uno”
PEDRO, por su parte, cabeza de la Comunidad Eclesial desde aquellos días de pesca y de caminos por Galilea junto a Jesús y los otros once, adelantado en el anuncio del hecho transformador de la vida de los primeros cristianos por el que confiesan al Crucificado vivo y resucitado y guía de las primeras comunidades cristianas como nos consta por los testimonios neotestamentarios, nos enseña – entre tantas cosas – que la responsabilidad y autoridad de los dirigentes de las comunidades cristianas está en relación directa con la capacidad de reconocimiento del propio pecado, del arrepentimiento sincero, de la conversión autentica, del amor verdadero y del poder ejercido como servicio y entrega por Cristo y su evangelio, hasta dar la vida por los hermanos.
Bien canta la unidad en la diversidad que es y debe ser la Iglesia de Jesucristo el Prefacio Eucarístico en la Solemnidad en la que rendimos tributo a la memoria y santidad de Pedro y Pablo:
“Pedro, el primero en confesar la fe,
Pablo, el maestro insigne que la interpretó,
Pedro, fundó la Iglesia primitiva con el resto de Israel,
Pablo, la extendió a todas las gentes.
Por caminos diversos,
los dos congregaron la única Iglesia de Cristo
y a los dos, coronados por el martirio,
celebra hoy tu pueblo con una misma veneración.”
Hoy podemos decir que la vida y obra de PEDRO Y PABLO resumen bien la promesa, el anhelo de renovación y de recuperación del autentico ser, visión y misión de la Iglesia de Jesucristo expresado por el Concilio Ecuménico Vaticano II: que la Iglesia sea evangélica en su interior y profética hacia el exterior, es decir hacia el mundo.