AL FINALIZAR FEBRERO DE 2021, el número global de víctimas a causa de la pandemia es devastador: 113,467,303 contagios y 2,520,400 fallecimientos confirmados a nivel mundial, incluyendo 510,000 muertes tan solo en Estados Unidos. Ningún país ha resultado invicto y, luego de casi un año, se han cerrado infinidad de fronteras de facto. La COVID-19 es la primera pandemia moderna de carácter global y letal, teniendo como únicos rivales a la peste negra del siglo XIV y a la gripe española (1918-1920); por lo mismo, ha causado la paralización de la libre circulación de personas y mercancías en todo el mundo, con lo cual el proyecto globalizador ha recibido un golpe brutal del que quizás no se recupere del todo, no al menos en el corto plazo.
Sin embargo, la reivindicación del sentimiento de nacionalismo ya había comenzado previamente, mucho antes de que estallara la pandemia y se hiciera necesario el cierre de fronteras. En efecto, el modelo “Estados Unidos Primero” del presidente Donald Trump afectó gravemente nuestro intercambio comercial con muchos países, sobre todo con China; la Administración Trump puso trabas, asimismo, a la inmigración para centrarse de manera preponderante en el desarrollo exclusivo y excluyente de Estados Unidos, dejando las relaciones internacionales en un segundo plano.
Al otro lado del Atlántico, el Reino Unido decidió abandonar la Unión Europea, en parte para sacudirse las políticas migratorias de carácter liberal con el pretexto de restablecer su soberanía nacional. Hungría y Polonia son otros ejemplos reveladores en este sentido, ambos decididos desde hace mucho tiempo a impedir el ingreso a sus respectivos territorios de migrantes ajenos al cristianismo. La pandemia, y todas las medidas de emergencia que desencadenó, habrán de incidir negativamente en la utopía de la globalización, intensificando sin duda las tendencias nacionalistas y aislacionistas que ya estaban en curso. La crisis financiera mundial de 2008 había actuado en el mismo sentido: poner en jaque el entusiasmo y la viabilidad del proyecto globalizador.
La globalización fue impulsada en un primer momento a partir de las políticas neoliberales aplicadas en países clave, particularmente en los Estados Unidos durante la administración de Ronald Reagan y en la Gran Bretaña bajo el gobierno de Margaret Thatcher. El papel del Estado fue entonces acotado y reducido a sus funciones más básicas. Este vacío gubernamental fue llenado por políticas de libre mercado, las cuales facilitaron que muchos países se encaminaran a la liberalización económica y a la creación de una “Aldea Global”, como se llamó en la década de 1990 a la red mundial de países integrados en zonas de libre mercado. Hubo excepciones a este proceso integrador, como China, Rusia y Cuba, entre otros. La Unión Europea desempeñó, sin embargo, un papel relevante en la promoción del libre comercio mundial y en la apertura de las fronteras nacionales.
Con el arribo de la pandemia, los gobiernos nacionales se vieron obligados a fortalecer sus instituciones, sobre todo las abocadas a proteger la salud pública, a mantener la cohesión social y a defender y apuntalar a los sectores económicos más afectados por las pérdidas y deudas derivadas del cierre de negocios y el aumento del desempleo. No debe sorprender a nadie el hecho de que la solidaridad internacional haya menguado igualmente, pues en efecto, la mayoría de los países más afectados por la pandemia han carecido del auxilio de otras naciones; en este sentido, Italia y España —ambos rebasados por la pandemia— se han quejado reiteradamente de la falta de apoyo por parte de sus vecinos más desarrollados.
La pandemia ha entorpecido todas las fases de la economía mundial: producción, distribución y consumo. La creciente complejidad de la red distributiva y de la cadena productiva —médula de la economía global— hacen muy vulnerable a la estructura económica en su conjunto. Al finalizar la Guerra Fría, las potencias victoriosas diseñaron esta compleja estructura a fin de que, en pos de la paz mundial, los países se hicieran interdependientes entre sí. De esta manera, los países dependerían de los bienes, las materias primas y los productos básicos que producían otros países para el funcionamiento adecuado de la economía de cada cual.
La pandemia ha afectado gravemente este sofisticado sistema internacional, obligando a cada Estado nacional a ser autosuficiente dentro de sus propias fronteras y debiendo constreñirse a un sistema económico cerrado. En virtud de sus múltiples componentes y de su delicada estructura, la economía global será muy difícil de reparar. La situación se empeora aún más por las guerras comerciales y las tensiones políticas que desatan las principales potencias, como Estados Unidos y China, los dos principales motores de la economía mundial. Peor aún, la mayoría de los países deberá recorrer un largo camino antes de poder participar plenamente de nuevo en la economía mundial, debiendo para ello poner primero en orden sus propias economías locales.
Aparte del sector salud y de la industria alimenticia, la recuperación general de la productividad económica de cualquier país será extremadamente lenta, pues a causa de la pandemia, los sistemas de transporte y distribución tardarán en funcionar óptimamente otra vez, al menos hasta que los consumidores pierdan el temor a salir nuevamente de compras. Esta situación se empeora más aún a causa del abandono relativo del sistema de libre mercado, que fuera tan pertinente y esencial para la globalización gracias a la libre movilidad de capitales. Ahora, al igual que durante la crisis financiera de 2008 y sus postrimerías, el Estado comienza a ocupar e invertir fuertemente en servicios públicos, sobre todo en materia de salud. Esta dinámica ahuyenta la inversión privada, reduciendo el libre flujo de capitales que, insistimos, es vital para el proceso globalizador.
Con todo, es necesario reconocer que muchas de estas medidas han sido necesarias y hasta imprescindibles para combatir a la COVID-19, especialmente el gasto multimillonario efectuado por el Estado para adquirir las vacunas contra el coronavirus, lo cual representa obviamente una sangría para las finanzas públicas. Y es muy probable que todo este gasto público de emergencia prosiga de una manera u otra cuando la pandemia sea totalmente erradicada, como el que habrá de realizarse para investigar científicamente a la COVID-19 y a otras amenazas virales, así como para desarrollar nuevas formas para proteger a la población de cara a la próxima, inevitable pandemia.
Por todo esto, la pandemia dañará sin remedio a la globalización. Logísticamente, el proceso globalizador continuará a través del intercambio expedito y la distribución instantánea de información, así como por medio de viajes aéreos y formas cada vez más rápidas para vender y comprar bienes y servicios en la distancia. Pero muy probablemente, también quedará como saldo de la pandemia la necesidad de varios países de sobrevivir por su propia cuenta, ajenos a la cooperación internacional y, peor aún, adoptando tendencias xenofóbicas.
Lamentablemente, esta actitud nacionalista de mirar solo hacia el interior de sus fronteras privará a la globalización de su esencia humanista e internacionalista.